Hablamos para conectarnos con el otro
Discurso de Pablo Corral Vega, Secretario de Cultura de Quito, en la Feria del Libro de 2018
Nuestra civilización está construida sobre los cimientos del lenguaje. Incluso me atrevería a decir que el tiempo, la percepción del tiempo, está vinculado al lenguaje.
Supongamos un homo sapiens que aún no ha adquirido el lenguaje tratando de explicar con gruñidos las primeras experiencias de su infancia, o explicando a otro sus deseos y aspiraciones para el futuro. Seguramente la capacidad de recordar y de proyectar estará intacta, pero sin lenguaje esa experiencia personalísima no podría ser compartida con otros. Aquel hombre o mujer, sin la capacidad de expresarse, va a regresar rápidamente a su yo interno, a su experiencia vital, a su presente, a sus sensaciones.
Sólo existe el presente, el aquí y ahora, eso lo sabemos. El pasado y el futuro son una construcción mental, los budistas theravada lo explican con total contundencia. Y como cualquier construcción mental dependen de la palabra para existir.
Si hablamos de ese particular olor que tenía la casa de nuestra abuela, si recordamos la sensación de tocar por primera vez la piel de alguien a quien amamos, si hablamos del corazón que se desgarra y reduce ante el silencio brutal de la muerte, si imaginamos o soñamos o deseamos… si esos recuerdos y sensaciones no los podemos comunicar, ¿existen? ¿Cómo suena el bosque cuando nadie lo puede escuchar?
Hablamos para conectarnos con el otro, el lenguaje es el espejo en el que nos descubrimos. Con certeza si estamos solos, perdidos en una selva, dejaríamos de hablar. Porque el sentido, la razón de ser del lenguaje, es el reconocimiento de que el otro existe, que el otro nos importa, que su perspectiva nos interesa y nos enriquece. Y es en el otro, en su reflejo, que somos. El lenguaje es el testimonio vital de que el ser humano no fue construido como isla autónoma y autosuficiente. El lenguaje es el vehículo en el que viajan los recuerdos, el contenedor que sostiene pasado y futuro, el vínculo que nos convierte en humanos, que nos permite expresar lo que fuimos y lo que seremos. El lenguaje es la herramienta que usamos para contar historias… Y los seres humanos estamos hechos de historias.
El lenguaje es el ladrillo con el que está construida la memoria, y sin memoria la civilización estaría condenada a recomenzar, a refundarse, a reaprender una y otra vez en una suerte de castigo de Sísifo, desesperante e infinito. Aprender y olvidar, aprender y olvidar…
En esa ecuación que dio origen a la cultura, el lenguaje es la primera expresión algebraica y el libro la segunda. La escritura y el libro le dan a la palabra la posibilidad de sobrevivir más allá del presente.
El milagro del libro es que en su corazón de pulpa y corteza están grabados los símbolos que evocan, que llaman a la memoria, que construyen, que recogen, que reinventan. Los libros y los símbolos que contienen son ventanas, portales, que nos comunican con la experiencia vital de otros, incluso de otros que dejaron de existir. Es en el libro donde está guardada la experiencia común de la humanidad, la experiencia de nuestras comunidades. Las palabras que guardan están invariablemente vivas porque en su ambigüedad cabe la complejidad de quien las lee. Las palabras son saltarinas, dinámicas, juguetonas, se transforman continuamente en otras, siempre evocando, despertando nuevas ideas a partir de quien en ellas se mira.
Soy un amante del concepto de hierofanía, esas ventanas sagradas que nos conectan con otros mundos. La virgen de Guadalupe o la del Quinche se convierten en hierofanías en los ojos y el corazón de sus fieles. Los libros, cada uno de los libros son conexiones con lo sagrado, espejos en los que nos miramos y en los que nos reconocemos perfectibles, esclavos del dolor que nos genera la muerte de los que amamos, y en los que también nos descubrimos potentes, sujetos de emociones arrasadoras y de la más dulce calma, pertenecientes, en fin, a la especie humana.
La fiesta que celebra al libro es la fiesta central de nuestra cultura. No lo olvidemos. En este recinto están todos los relatos, los espejos que nos transportan a nuestra propia alma. En una esquina de este recinto ferial estará Marguerite Duras a los 16 años, con su amante…
Los besos en el cuerpo hacen llorar. Diríase que consuelan. En familia no lloro. Ese día, en esa habitación, las lágrimas consuelan del pasado y también del futuro.
Por allí andará Borges escribiendo su Milonga del muerto:
Lo he soñado en esta casa
Entre paredes y puertas.
Dios les permite a los hombres
soñar cosas que son ciertas.
En las noches se sienta Khayam al lado de un arrebatador fuego:
Créeme, bebe vino. El vino es vida eterna, filtro que nos devuelve la juventud. Con vino y alegres compañías, la estación de las rosas vuelve. Goza el fugaz momento que es la vida.
Cuando nos vamos los personajes de los libros se despiertan y los callejones de este recinto ferial se llenan de la fragancia inevitable de la vida que no se rinde.
Este fin de semana pasado nos visitó el gran artista Michelangelo Pistoletto. El corazón de su filosofía es el concepto de trinomia: uno más uno son tres. Cuando dos seres humanos se encuentran necesariamente surge algo nuevo, un tercer elemento producto del encuentro. Uno más uno son tres. Cuando cada uno de nosotros se encuentra con un libro, surge algo nuevo, que nunca antes existió.
Que esta fiesta del libro de origen a poderosos encuentros y que nuestra vida se pueble de los universos que el libro esconde.