El sueño de ícaro

Patrullar la invisible frontera que separa Bolivia de Chile, en estas soledades heladas, es una obligación muy aburrida. Prácticamente no hay nada que hacer, sino encogerse dentro del uniforme caqui, meter las manos en los bolsillos, y recordar lo privilegiado que era tu existencia allá, en el pueblo o en la ciudad, antes de que la maldita leva te arrebatara de la vida de paisano y te arrastrara al cuartel, a cumplir el servicio militar.

Después de una apresurada instrucción, y de unos cuantos zamacones y patadas del cabo de tu sección, te mandaron aquí, a proteger la frontera, en este páramo helado donde el frío te ha cortado los labios, amoratado tu piel, y llenado las orejas y pies de sabañones. Rapado como estás, y protegido apenas por una cristina delgadita, tienes la sensación de que este frío polar en cualquier momento podría abrirte el cráneo, como una granadilla. Pero, acaso todavía peor que el viento cortante y silbador que te acuchilla, que el sol abrasador de las mañanas y el hielo de la noche, sea esta soledad interminable, que te sobrecoge y abruma apenas cruzas la puerta del cuartel, esa frágil construcción de muros blancos, y sales a la intemperie a hacer la guardia.

Menos mal que las guardias se hacen por parejas. Si estuvieras solo, perderías el juicio de desesperación, ante tanto vacío y silencio. Tendrías alucinaciones, tal vez, y verías bajar de ese nevado un ejército de extraterrestres terroríficos montados en bolas de fuego. O se te aparecería el diablo, o quién sabe qué. Menos mal que hoy te tocó hacer la guardia con Pedrito, el “camba”, el cruceño. Se han hecho buenos amigos, porque es buena gente, tiene humor, cuenta chistes que hacen reír a carcajadas, y, aunque ya cumplió dieciocho años, como tú, ha conservado un alma de chico travieso y juguetón. Igualito que tú, también en eso. A Pedrito se le ocurrió un día, para distraerse y no sentir tanto ese lentísimo transcurrir del tiempo durante la guardia, el juego de los pájaros. Y a eso juegan, muertos de risa, cuando no anda cerca ningún oficial, ni cabo, ni sargento. Es un juego sencillo, tal vez algo tonto, y sin embargo divertidísimo. Consiste en treparse a una roca, y desde allí arriba, despeñarse roca abajo con los brazos abiertos, dando grandes saltos y chillando. Es como si en cualquier momento uno fuera a despegar, a elevarse, a volar. Quizás un día ocurra. Porque en este lugar increíble, da la impresión de que todo, incluso que un hombre se volviera pájaro, podría ocurrir.