Paisajes del Silencio

“Paisajes del Silencio” es un proyecto fotográfico que comencé en 1985 . Yo estudiaba Derecho en la Universidad Católica de Quito, y cada fin de semana salía a la montaña. En esos viajes me acerqué al viento. El viento es la voz de la montaña, el viento nos dice cuándo somos bienvenidos, cuándo es mejor retirarse; nos conduce, nos acompaña. Los Andes se metieron debajo de mi piel, conocí su lado cruel y salvaje, conocí su dulzura.

En los Andes, las nubes habitan a ras de la tierra, la tocan, la besan. Las nubes se confunden con la roca, se meten en las casas campesinas, recorren los chaquiñanes, llenan el aire de microscópicas partículas de frío y humedad. El viento y las nubes se necesitan, se complementan. Las nubes se mueven a gran velocidad y dejan pasar la luz o la esconden. El sol brilla glorioso y un minuto más tarde, todo rastro de calor ha desaparecido.

Así fue cuando tomé la foto de la izquierda en Zumbahua. La tarde estaba oscura, impenetrable. De pronto, el cielo se abrió, la montaña se iluminó. La luz duró unos minutos y la tarde regresó a su habitual tristeza.

A lo largo de mi vida he recibido muchos regalos, momentos en los que todo coincide y uno está en paz con el mundo. Ese fue uno de ellos. Es lo que Carl Jung llama la “sincronicidad”. La luz, el viento, las nubes se habían confabulado y yo tuve el privilegio de ser su testigo.

La fotografía ha sido mi fiel compañera desde los seis años de edad. Es un ejercicio concreto y cotidiano: prestar atención a lo que está alrededor. Con los años comprendí que para ser fotógrafo hay que estar presente. Esto que suena a perogrullada, para mí es esencial.

El propósito mayor de la meditación consiste en estar presente, estar donde uno está. Con frecuencia uno está pensando en lo que no hizo o en lo que hizo mal, en lo que tiene que hacer o en lo que uno quisiera que pase. La mente está tan llena de ruido que somos incapaces de estar donde estamos.

Y claro, por pensar en mil y una cosas, no experimentamos en plenitud ese mundo que se despliega ante nosotros. Es imposible fotografiar si no se han puesto todos los sentidos en la tarea, si no se está presente.

Cuando mi vida está fuera de su eje, cuando me siento perdido, procuro regresar a la naturaleza. Ella nos enseña la paz, nos enseña que todo pasa, y que los grandes dramas de la vida también pasan. Me fascina cómo las tradiciones místicas de Occidente y Oriente se encuentran. El “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa” de la Santa Teresa de Ávila, se parece mucho a las reflexiones budistas o taoistas.

Es que la experiencia humana es común, nos enfrentamos a los mismos misterios, a las mismas ansias, a las mismas búsquedas. Y como referente último tenemos la naturaleza y sus ciclos, la naturaleza y su permanente renovación: la naturaleza como espacio donde la muerte y la vida se encuentran. Nosotros somos de la naturaleza.

Precisamente porque somos naturaleza, qué dolor me causa la destrucción de mis montañas. Cuando las herimos, nos herimos nosotros mismos. Vivimos en un mundo plagado de violencia. Hace más de veinte años escribí estas notas, sin tener idea de la magnitud que el daño tendría:

“El Ecuador se está convirtiendo en un desierto. En la Sierra queda una porción insignificante de bosques primarios. La erosión es alarmante… El hombre sigue con la pretensión absurda de dominar la naturaleza, de arrancar todo de ella, de sacar de cuajo lo que queda. Y sin embargo, estos Andes están irremediablemente vivos.

He visto cientos de montañas desnudas, abiertas, heridas. Y no están muertas, se resisten a morir.

He visto campos de cultivo y pastizales que se extienden insensatos desbrozando las laderas, y que se entrometen en el páramo, en el bosque, en la selva.

He visto parajes que no han sido desolados por la ambición y la ignorancia. En ellos la vida tiene una fuerza indescriptible, el verde inunda los ojos, se ven animales y pájaros, la montaña sigue siendo sagrada, misteriosa, incomprensible”.

De puntillas, humilde, consciente de mi fragilidad, con la necesidad de escuchar su voz ronca y profunda. Así quisiera acercarme a mi tierra. Sediento de silencio. Presente.