El hombre que hacía feliz a la gente

Mi amigo Jean Francois Zurawik era el hombre que hacía feliz a la gente. Era su obsesión, su razón de vivir. Fue el visionario que convirtió a la Fete des Lumieres de Lyon en el evento masivo más visitado de Europa. Con el mapa de Lyon en su mesa, iba diseñando, imaginando, las emociones que los artistas más variados despertarían en los tres millones de visitantes que llegan cada año alrededor del 8 de diciembre, día oscuro e invernal en el que la gente de Lyon solía colocar una pequeña vela en su ventana para recordar que el amor es capaz de romper la oscuridad más oscura. 

En las calles estrechas del Distrito 1 ubicaba obras pequeñas e intimistas, pequeños divertimentos interiores, que sorprendían al caminante desprevenido: un piano que repetía automático sus notas bajo unos árboles desnudos, unos totems que sólo revelaban sus ideogramas cuando se les iluminaba con el flash de la cámara. En la enorme plaza de Bellecour había que dar un respiro para la gente que había caminado horas sin parar: un jardín con miles de flores tropicales, unos peces alados, como enormes ballenas, que se levantaban en medio de la niebla. 

Jean Francois trabajaba con los artistas más innovadores de Francia y del mundo, cada año llegaban cientos de propuestas para hacer instalaciones de luz en el espacio público de Lyon. Muy criticado porque no escogía únicamente a los artistas conceptuales o los más vanguardistas, sino que además incorporaba instalaciones lúdicas para la delicia de los niños, aceptaba propuestas sencillas y divertidas más cercanas a la tecnología que al arte, y daba mucho espacio a los artistas que aún estaban aprendiendo. Él en realidad recogía la antigua tradición de los juglares medievales franceses, que se presentaban en las plazas de los pueblos con sus cantos, su fuego, sus historias, y que le devolvían a la gente un joie de vivre que se asienta en el sentido de pertenencia a su comunidad.  La fiesta popular en Francia, como en nuestro mundo andino, es mucho más que una fiesta. Es el motivo para apropiarse de la ciudad, para redescubrirla, es fuente de sentido e identidad. 

Cuando cae la noche los seres humanos nos sentimos vulnerables y desprotegidos, por eso iluminamos nuestras calles, nos obsesionamos con cubrir hasta la última esquina con una luz plana e hiriente. Nos obsesionamos con que la noche se convierta en día, que el día olvide las fronteras con la noche.  

Pero la Fete des Lumieres no es la fiesta de las luces, es la fiesta de la oscuridad. Le devolvemos a la ciudad su oscuridad, su misterio, apagamos o cubrimos el alumbrado público, y marcamos esa oscuridad con pequeñas invitaciones a la magia.

Algunos piensan que es cosa de colocar unos mappings llenos de efectos en unos edificios históricos. No, en absoluto, la Fete des Lumieres que fue construyendo Jean Francois en décadas era un ejercicio de sutileza, un recorrido por los vericuetos, por los espacios secretos que guarda toda ciudad, una invitación a reconocer el poder de lo que no podemos ver. Recuerdo, por ejemplo, la instalación que logramos en la Compañía de Quito, la más importante iglesia barroca de América, con el artista Daniel Knipper. El público entraba en la más absoluta oscuridad. Aparecía una luz azulada, una luz tenue de luna en las cúpulas, y en diez minutos se iba revelando lentamente la maravilla: se iluminaba una columna, se iluminaba un altar lateral, el órgano, el presbiterio, la bóveda central, el altar mayor, escena por escena, conservando siempre la oscuridad. Jean Francois proponía eso, salpicar la noche – nuestra vulnerabilidad durante la noche – con pequeñas velas que rompen la oscuridad.

Fotografías de Edu León y Pablo Corral Vega

Imaginamos juntos la Fiesta de la Luz de Quito. Aquí dejó su corazón, sus afectos, trazó puentes entre nuestras dos ciudades. Artistas fueron y vinieron. Me dijo hace poco que en ningún lugar había sido tan feliz. Fue mi maestro y mi queridísimo amigo. Nuestra fiesta fue como la de Lyon un divertimento, un ejercicio lúdico, una invitación a mirar con nuevos ojos la ciudad, a apagar las luces, todas las luces y mirar hacia adentro.

Recuerdo su emoción cuando visitamos el Parc de la Tete d’Or. Uno de los parques más grandes de Lyon se había transformado con toda clase de seres de la noche. Los juglares caminaban con sus grandes zancos y sus vestidos regios, en el lago se divisaban unos fantasmas que bailaban en una enorme columna de agua, los prados estaban llenos de planetas y mundos que rotaban iluminados levemente por una luz mortecina. En las copas de los árboles aparecían y desaparecían unos seres vestidos de estrellas. La brisa sacudía levemente los árboles y la niebla de diciembre nos recordaba que debajo de la magia que imaginaba Jean Francois, aún existen otras capas inimaginables de magia y misterio.

Era una idea loca: soltar decenas de miles de luminioles, de barcos de papel con velas, en el río Saona… ¿Iban todos a naufragar? Era imposible probar la idea, demasiado costoso. Cuando vi este diciembre de 2019 el río iluminado por miles de pequeñas velas entendí que Jean Francois había logrado algo que nadie había hecho antes, que esa era su despedida como director de la Fete des Lumieres. El mensaje simple y potente: cuando nos unimos, cuando cada una de nuestras pequeñas luces se junta a la de los demás, no hay oscuridad que nos pueda vencer. 

Gracias Jean Francois, mi dulce amigo, que todas las sonrisas que sembraste iluminen tu camino. 

Jean Francois en su última noche como director de la Fete des Lumieres de Lyon