El Balcón de las Nubes
Epílogo del libro Andes por Pablo Corral Vega
En ocasiones, cuando necesito regresar a la casa primera, la casa centro y referencia, aquella donde se gesta la identidad, viajo a un lugar en las montañas que está siempre por encima de las nubes. Allí me olvido por un momento de las cotidianas mezquindades, del miedo a la muerte que en realidad es miedo a la vida. Observo desde la altura los brazos tremendos de la Cordillera descendiendo a una zona tórrida y misteriosa. Debajo de las nubes están las plantaciones de café y banano, las casas de caña guadua construidas sobre andamios para mantener al impredecible río cordillerano fuera de la habitación. Está el calor insistente del trópico, el chasquido multitudinario del grillo en el vientre de la noche. Hay ríos torrentosos, selvas amenazantes. Pero hay tambien diminutos caseríos, casas perdidas en el medio de la nada. En la plaza de los pueblos se escucha la poderosa música de un mago cuyo don es entrelazar a la distancia a dos desconocidos.
En mi balcón de las nubes hay un frío intenso que no da tregua. Desde él puedo ver las planicies tórridas de la costa y cuando la brisa ayuda, incluso sentir su fragancia.
En los Andes vivimos así, siempre entre dos mundos, parados en el frío e intuyendo el calor; inmersos en una realidad dura y contradictoria e imaginando mundos mágicos donde todo es posible; hablando de los potentados y los políticos, esos fantasmas que nos han perseguido por siglos con sus pequeñeces y oscuras ambiciones, y conversando también de esos otros espectros más entrañables que espantan a los fieles al filo del amanecer, pero que no nos quitan -estos más decentes- nuestros recursos y esperanzas. En fin, vivimos en un mundo donde lo real y lo imaginario, lo cruel y lo sublime se confunden.
Las sombras del pasado se proyectan sin duda hasta el presente, nos marcan con sus conflictos, con largas injusticias tatuadas en nuestra sociedad desigual y compleja. El negro y salvaje toro español ha estado amarrado por más de un siglo, pero no sabemos despedir su sombra, habita nuestra sangre y nuestros miedos. Igual que el terrible cuchillo de piedra del sacerdote de los sacrificios.
Pero quedarnos allí, ver solamente lo negativo, significa caricaturizar al ser humano que sin importar su condición vive con intensidad, tiene amigos entrañables, sueña, desea, piensa y ama.
Me decía un sepulturero en un pueblito de los Andes venezolanos que él sentía mucha tristeza porque los vivos ya no recuerdan a los muertos, nunca visitan el cementerio y en cada tumba está grabada nuestra historia, nuestra identidad. «Si una sola de estas personas hubiese faltado, nuestro pueblo no sería el mismo. Cada una tuvo una vida digna de ser vivida.».
En Colombia hubo un terremoto en la zona cafetalera a principios de 1999. La destrucción fue enorme, doscientas cincuenta mil personas perdieron su hogar y varios miles su vida. Yo llegué unos días después con mi cámara, y recorrí los pequeños pueblos arrasados. Cada uno había sufrido más que el anterior. Los habitantes trabajaban derruyendo las estructuras arruinadas, limpiando los escombros con un estoicismo y una constancia ejemplar. Pa’lante dicen los colombianos con frecuencia; no importa de que clase de desastre se trate, si natural o humano, el pueblo colombiano sigue para adelante, sin amilanarse, sobreponiéndose al miedo, al dolor.
Temprano una mañana en el pueblito de La Tebaida vi a dos mujeres apoyadas en en el marco de la puerta de lo que había sido una casa y les pregunté si podía tomarles una foto. Me dijeron que sí, que no había problema. «Oiga señor» me dijo la más alta, doña Blanca Gómez, «usted seguramente no ha desayunado, por qué no se toma con nosotros un tintico con arepas». Dios que es Dios me invitaron a lo que quedaba de su cocina, ahora protegida de la persistente lluvia por un plástico azul, y me ofrecieron café recién tostado de su finca, el mejor que he probado. «Señor, todas las riquezas y glorias son vanidad, fíjese usted, tiembla la tierra unos segundos y todo lo que uno ha hecho con esfuerzo desaparece. Lo único que tenemos es lo que hemos compartido, lo que hemos sembrado en las personas que están a nuestro alrededor.»
Experiencias similares se repitieron una y otra vez en mis varios viajes. Recuerdo, por ejemplo, a la señora Irene Miranda y su familia en la isla de Chiloé, al sur de Chile, que me recibieron en su hogar y me acogieron como si yo, un pasante desconocido, fuese parte antigua de sus afectos. En esa casa de pescadores había tiempo para la conversación, para amasar el pan y para que los jóvenes y los viejos se reúnan alrededor del fuego. Cuando nos despedimos me dijo «Somos gente sencilla, mi hermano y mi marido son pescadores y ellos viajan como usted. Así quisiéramos que los reciban a donde vayan».
Esa idea de que uno posee en verdad sólo lo que da, no tiene una inspiración religiosa, no es una expresión de cristiana caridad, es una actitud frente al mundo, una cuestión de valores y cultura. Tal vez es el resultado de vivir en un entorno que no ha sido domesticado, donde la vida es un privilegio y la única manera de sobreponerse a la adversidad es la cooperación, la solidaridad. Tratar de comprender el mundo andino sólo en términos de indicadores de pobreza o ingresos per capita es desconocer una simple verdad: no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita.
Dentro de este contexto la familia es una fuerza extraordinaria porque está siempre allí, en las buenas y en las malas. Cambia, se transforma con la historia, crece para cobijar a varias generaciones o se reduce al núcleo inmediato, dispone nuevos roles para hombres y mujeres, pero es siempre el eje de la sociedad. Ofrece la calidez, el apoyo incondicional, la solidaridad, la asimilación de los ancianos y desvalidos al seno familiar.
Tal vez nuestros países están menos desarrollados materialmente porque la familia tiene también el poder de inmovilizar, hace más doloroso que los hijos se aventuren y construyan destinos propios, emprendan proyectos y empresas, dejen la tierra en que nacieron. En nuestra cultura toda ausencia es un abandono, todo desprendimiento una mutilación. Es necesario tener en cuenta lo fuertes que son los vínculos familiares para comprender la nostalgia terrible que aqueja a las personas que por la mala situación económica, por falta de posibilidades salen a buscar la vida en las grandes ciudades o en el extranjero. La gente no se cambia de ciudad con cada nuevo trabajo como ocurre en Estados Unidos; se queda en su tierra, y cuando puede durante toda su vida.
La familia es un dulce hilo que corta las alas de los aventureros, y al mismo tiempo una fuerza cálida que los envía a conquistar la esperanza.
En mis viajes encontré también pueblos donde sólo quedaban viejos o mujeres, pueblos que respiraban nostalgia. Es que los hombres cuando se van, en realidad se arrancan. Cuando se van dejan sus sombras, dejan sus pueblos precariamente instalados al filo del precipicio, sus alas amarradas a un cordel.
A los que se quedan les cansa tanto abandono, escuchar el silencio salvaje de la noche. Les pesan esos espacios abiertos, esa luz sin nombre, esa lluvia sin lluvia, ese sol que evapora los recuerdos; los hijos que se van, los padres que se quedan incluso después de la muerte.
Mi continente es una tierra salvaje, de desiertos que nada saben sobre la lágrima o el sabor de la naranja; de montañas que navegan en una lenta ola de fuego y terremoto; de selvas acariciadas por el hielo, que sudan la noche del condenado o el grito insistente del pájaro multicolor. A dónde quiera que uno mire la naturaleza está allí, altiva, enhiesta. Los Andes no bajan la cabeza, no se adormecen con la mano civilizadora del hombre. Podemos arrancarles la piel, talar todos los bosques que los abrigan, canalizar sus torrentosos ríos, construir grandes represas o puentes en sus entrañas. Pero son infinitamente más grandes que nosotros, nos recalcan con su imponencia que ellos han estado aquí millones de años, y que nuestra vida en cambio es casual, un accidente irrelevante en el sueño milenario de la montaña.
En ésta la tierra andina hay muchos secretos, dimensiones incomprensibles, caminos que no tienen retorno, sombras traviesas y luces hirientes. Lo visible y lo invisible, lo aparente y lo sutil, se necesitan, se complementan. Para comprender el mundo andino hay que penetrar las nubes con atrevida imaginación y sensibilidad.
Eso precisamente es lo que nos ha propuesto Mario Vargas Llosa con sus invenciones, a ir más allá de lo visible, a recordar que cada persona tiene una historia rica, compleja, y que hasta la más extraña o exótica es, como la nuestra, una historia humana.
Hijos del Viento
Desde muy pequeño mi madre me contaba historias sobre los viajes que hacían mis antepasados cruzando selvas infestadas de paludismo, subiendo a la Cordillera por invisibles trochas que a duras penas sorteaban los abismos, escalando paso a paso la altura y venciendo con paciencia las paredes monstruosas de mi balcón de las nubes. A veces el viento arreciaba en el momento preciso en que la audaz caravana ponía pie sobre el puente colgante, sostenido sobre la cañada por precarias cuerdas de cabuya.
Traer a Cuenca, la ciudad de Ecuador en que nací, cualquier bien significaba a principios de siglo un esfuerzo descomunal. La primera planta eléctrica de la ciudad se trajo a lomo de indio, es decir arrastrada palmo a palmo por cuadrillas de indios cargadores, acostumbrados a las alturas, que casi nunca hablaban español y preferían caminar descalzos. Las cosas muy delicadas no podían ser llevadas en mulas o llamas ya que algunas tropezaban y caían al abismo con la preciosa carga.
Con frecuencia me imagino el viaje que hizo aquel piano de cola francés que amenizaba las fiestas de tres o cuatro días a las que solía asistir mi abuelo. Fue una odisea cruzar los pantanos, con cada tropiezo emitía un sonido opaco que resonaba en los cañones de la Cordillera, la salvaje lluvia era amplificada por la caja de resonancia, la superficie pulida se resbalaba en las manos del adormecido indio.
En aquellos viajes que de niño recreaba en mi cabeza, el viento dibujaba las coordenadas de mi miedo. Se colaba por invisibles rendijas violando los improvisados refugios de los viajantes; levantaba enormes espirales de polvo, aullaba en los desfiladeros, las aristas; agitaba los ríos sulfurosos que bajaban del volcán; hamacaba los puentes colgantes, invitando al jinete convertido en equilibrista a explorar el vacío.
El verdadero señor de Los Andes es el viento. Tanto en la desolada Patagonia como en el altiplano boliviano, en los páramos musgosos de Venezuela como al pie de los volcanes de Ecuador, ahí está, carente de apegos, a veces hiriendo la piel, a veces acariciándola con antigua pasión.
La historia de los Andes es la historia del viento. Somos todos huairapamushcas, hijos del viento. Cuando una mujer quechua se quedaba embarazada y nacía un niño más claro que la canela, decían los indígenas que aquel niño era suyo y llevaba en su sangre los vicios de esa impredecible estirpe.
Los que llegaron de las Españas a esta América andina, eran a su vez hijos del viento. Llevaban en su memoria cultural los ocho siglos de influencia árabe, y como reacción a ese pasado, la reafirmación violenta de su identidad católica. Los que vinieron no eran los nobles, ni los que tenían su futuro asegurado. Eran los que no tenían nada que perder, los que estaban dispuestos a entregar su vida al impreciso arte de navegar sin retorno.
Pero los pueblos que aquí se encontraban a la llegada de los primeros aventureros hispanos tampoco tenían un solo ancestro o una lengua común, ni estaban unidos de manera sólida. El Inca había conquistado etnias y poblados a lo largo de los Andes de manera eficiente y cruel. El mismo Imperio Inca estaba dividido, y los que habían sido avasallados vieron en la llegada de los ibéricos una falsa oportunidad de liberación.
El resultado del dramático enfrentamiento de estos dos mundos es un mestizaje siempre caprichoso, a veces violento. Todos somos hijos del viento, un pueblo extremadamente diverso, que no es de aquí ni de allá, pero cuya identidad está, a falta de más referentes, vinculada inseparablemente a la geografía extrema del Continente.
Luego de viajar por los Andes fotografiando las fiestas y la vida cotidiana comprendí que después de quinientos años es casi imposible encontrar elementos culturales puros. Es en las fiestas, esos espacios que las comunidades inventan para romper el yugo de lo cotidiano, donde mejor se observan los matices y complejidades de nuestra sociedad.
El carnaval boliviano, por ejemplo, es un espacio ritual donde las danzas son un hipnótico recuento de viajes al oscuro abismo de la mina, de luchas infructuosas en el territorio de la serpiente. Es un tam-tam contra la piel tensa del toro mutilado, o un resoplido, un remolino inyectado en la rabiosa flauta.
Es una guerra antigua en la que los arcángeles se miden contra los demonios. Los mineros le ofrecen cigarrillos y hojas de coca al tío, cobrizo habitante de las profundidades de la mina, un demonio compasivo que regala la muerte al desesperado, y una bocanada de aire fresco al que aún puede conjurar el nombre de la amada.
Así son nuestras fiestas y carnavales, cuerdas que atan lo sagrado y lo profano, lo español y lo precolombino.
Cuando termina el carnaval y comienza la cuaresma es hora de abandonar la carne, entregarse a la fe y la moderación: ¡qué los verdaderos fieles se quiten la máscara monstruosa, abandonen la música pagana, y lanzen al más allá una plegaria ferviente, un sutil cordel entre los mundos!¡Qué se arrodille el capitán de los chasquís, el presidente de los diablos, la sacerdotisa de los mares interiores -ahora secos! ¡Qué se arrodille ante la virgen morena, esa virgen cuyo rostro fue ennegrecido por el aliento de la bocamina!
Incluso en las fiestas que celebran los indios en las zonas más aisladas, la religión católica, la huella de España, se manifiesta con fe y espontaneidad.
En Chile, en Argentina, en los Andes bolivianos, peruanos y ecuatorianos, en Colombia y Venezuela, el catolismo es el elemento cultural que se repite de manera más consistente. No es sólo una religión, es una manera de pensar, una expresión de la cultura. Las manifestaciones son diversas. Los habitantes de Castro, en la isla de Chiloé (Chile) rememoran la pasión de Cristo con mesura y formalidad, los de Paucartambo (Cusco, Perú) le lanzan flores a la virgen y le cantan tristísimas canciones en quechua. En Pelileo (Ecuador) los mestizos celebran el Corpus Cristi construyendo pequeños altares frente a sus casas y decorándolos con flores, y los indígenas salasaca, a escasos metros, bailan enmascarados y en obsesivos círculos los repetitivos ritmos del pingullo, la española guitarra y el tambor.
En Quito, Ecuador, salen de la barroca iglesia de San Francisco los penitentes descalzos con el rostro cubierto, las andas procesionales cargadas por los devotos y protegidas de las masas de fieles por un círculo policial. El rosario por los altavoces parece una súplica a un Dios distante y moribundo. Es Viernes Santo, finales de milenio, y es difícil saber en qué siglo estamos. Hay una fe sincera y que toca la esencia misma del pueblo. Conmueve la severidad del rito.
A pesar de la desaparición efectiva de los obstáculos naturales que suponía la Cordillera, gracias a las telecomunicaciones y la construcción de carreteras hasta en las regiones más aisladas, la distancia sicológica entre los países andinos persiste de manera sorprendente. He llegado a pensar que los Andes son en verdad un archipiélago cuyas islas están separadas no por el mar, sino por imposibles obstáculos pétreos, comunicadas por un tenué cordón común de lengua y religión.
Reconocer que somos mestizos, hijos de ese viento caprichoso e impredecible de la historia, significa aceptarnos con nuestros defectos y virtudes, con nuestro conflictivo pasado, y reconocer que la diversidad es nuestra mayor fortaleza.
El descanso de las nubes
¡Cuéntame un secreto! ¡Dime dónde nace la transparencia, en qué lugar del mundo se confunden los horizontes, en qué balcón descansan finalmente las nubes? Quiero saberlo. El aire en ese lugar debe ser tan fino que los pulmones nos recuerdan obsesivos cada inhalación; la luz tan nueva que por más que cerramos los ojos no podemos conservar imagen alguna.
Dime, cuéntame más secretos. ¿Por qué las abuelas se quitan el sombrero antes de entregarse al olvido? ¿Por qué las hijas de generoso vientre tienen el rostro circular de las vírgenes? ¿Dónde guarda el tambor los ritmos del futuro? ¿Cuánto dura la agonía del viento? ¿Cómo llora la muerte cuando está extraviada? ¿Por qué rien con el alma los que viajan entre la noche y el cielo?
Vamos, revélame el misterio de esta tierra, dime qué sueñan los perros amarillos, a dónde camina esa mujer de negro que nunca se despidió del mar.
Buenos Aires, Marzo 2001