Recordando a Harvard
Recuerdo mis tardes de verano en un jardín sombroso de Cambridge. Un pequeño letrero dando la bienvenida al jardín tenía las palabras de Dorothy Frances Gurney: uno está más cerca del corazón de Dios en un jardín que en cualquier otro lugar de la tierra. (“One is nearer God’s heart in a garden than anywhere else on earth”). Después del año Nieman está el calor, la sensación de que el mundo es una explosión de dulzura. Los amigos se habían ido uno por uno, y las noches de celebración en el Lippman House junto a los “fellow Fellows” parecían un lejano invento de la imaginación.
En el verano uno se despoja de la ropa innecesaria, va dejando de lado todas las cargas hasta quedar casi desnudo. Sin memoria. Sin sueños. Sin conocimiento. Un vaso de limonada, la piel y el sudor, una novela por el simple placer de extraviarse, la perfección matemática de Bach, la brisa y su bienvenido y casi imperceptible alboroto.
Acumular, acumular. Acumular experiencias, datos, conocimientos. Cuando llegué a Harvard venía ansioso, ambicioso. Con la intención de llenarme. Era la curiosidad, la fascinación por el pensamiento. Tomé clases de neurociencia, de mitología, de filosofía del arte, de política, de arquitectura, de fenomenología de la religión. Me sumergí en el Media Lab del MIT y sus delirantes apuestas de futuro.
En ese jardín, en ese verano, sólo quería silencio. No podía escuchar una conferencia más, ni explorar un tema filosófico más. Estaba saturado, vencido, cansado del yo, yo, yo. Yo quiero contar historias fascinantes, yo quiero saber, yo quiero decir… Los periodistas tenemos esa manía del que tiene el altaparlante (llámese periódico, revista, canal de TV, blog), esa manía de querer ser escuchados a toda costa, de medir nuestra valía en términos de seguidores e impacto. Yo había pasado mis últimos diez años preocupado de publicar mis fotos en las principales revistas del mundo. ¿Era eso lo que quería hacer el resto de mi vida?
No es lo que Harvard te da, es lo que Harvard te quita… Eso lo empiezo a entender ahora. En Harvard uno tiene que bajarse de su auto-importancia, hay tantas personas extraordinarias, brillantes. – Y lo que es común en casi todas esas personas es su pasión, una pasión irreductible por lo que hacen. Y es más… muchos sufren de una radical honestidad, un quedarse desnudos frente a si mismos con sus grandezas y miserias, con sus miedos–.
¿Cómo me cambió mi año Nieman? Ahora dedico mi energía a promover la fotografía latinoamericana, organizo el concurso de fotoperiodismo más grande de la región, el POY Latam. Mi último proyecto es fotografiar los jardines que construye la naturaleza, no el hombre. Necesitaba algo sencillo, cercano a mi alma.
Después de que uno se quita todos los ropajes, todos los adornos solo queda el latido sencillo de vivir, queda el viento, el sudor, la piel, la sombra de aquel árbol generoso. Pestañeo y descubro que todo ha sido un sueño. La vida todo lo arrastra en un gran remolino: la mujer que amaba y que me impulsó a ir a Harvard ha muerto.
Sólo sé que la ternura es una fugaz oportunidad y el único poder real. Y a pesar del dolor agradezco este aire que entra en mis pulmones.