Tango
Para vivir se necesita de poesía. Me refiero a la licencia que concedemos al mundo de tocarnos, de transformarnos, de herirnos; de arrebatarnos, de elevarnos, de hundirnos; de rescatarnos, de exponernos, de arroparnos, de desnudarnos.
“Uno”, ese tango tan amado de Enrique Santos Discépolo, dice “Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias… Sabe que la lucha es cruel y es mucha, pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina. Uno va arrastrándose entre espinas y en su afán de dar su amor, sufre y se destroza hasta entender, que uno se ha quedado sin corazón. Precio de un castigo que uno entrega, por un beso que no llega, o un amor que lo engañó…”
Cuando se vive con poesía, se ponen en riesgo el corazón, los afectos, la paz. Se arriesgan la mente, la piel, los huesos.
El tango es la música de los inmigrantes -italianos, españoles, alemanes- que llegaron al Río de la Plata a finales del siglo XIX. Lo habían dejado todo: es natural que el tango esté imbuido de nostalgia. Pero no de una nostalgia sin redención; todo lo contrario: de una nostalgia que se transfigura en el abrazo, anclada al diálogo de los cuerpos. La música y las letras de tango son nostalgia pura, pero el baile es sensualidad, presencia, intercambio. Redención.
La nostalgia y la sensualidad se necesitan y se nutren en círculo virtuoso. Para vencer la nostalgia es necesario declarar el triunfo de los sentidos, afirmar la importancia concreta del aquí y del ahora. Y los sentidos -cuando se sienten en plenitud- son más tarde fuente de nostalgia.
Cuando fui por primera vez a Buenos Aires los espectáculos de tango me parecieron tan falsos, la sensualidad tan exagerada, los gestos tan carentes de poesía, que pensé que el tango había muerto. En ese momento escribí:
“Llueve y no ha parado de llover desde que llegué. El abandono está hecho de lluvia, de desfiles incesantes de lluvia, de temporadas inesperadas de lluvia, de espacios estrechos de sol entre la lluvia. El abandono está hecho de amores tristes, de amores marcados por el silencio, de amores que intentan mantenerse a flote a pesar de tanta lluvia. No, no es que todos los amores sean tristes, ni que la lluvia dibuje nuestro destino. No, no me refiero a eso. Me refiero a que este largo y profundo abandono está hecho de otros más pequeños, de palabras nunca dichas, de ternuras que nunca se atrevieron a nacer, de abrazos imposibles”.
Impulsada por la lluvia, la nostalgia se me metió en los huesos. Y entonces el tango me tomó por asalto. Conocí a Tito, un poeta de la calle, vendedor de vino y de zapatos, un loco que baila tango cada noche de su vida. Con él recorrí la noche de Buenos Aires. Descubrí que el tango está vivo en lugares escondidos, privados, que el turista no llega a conocer. Es un mundo con reglas propias. En las milongas -los espacios de baile- aún están los cafiches y las amas de casa, los amantes y las parejas de abuelos, los marginales y las divorciadas, los poderosos y los don Nadie, los jóvenes y los que no se atreven a envejecer. Todos en el mismo sitio, jugando roles contrapuestos, actores de una comedia deliciosa que se reinventa cada noche. Todos ríen y juegan a no morir. Pero cuando entran a la pista de baile lo hacen con devoción, en silencio, como si en ese abrazo se estuviesen jugando su destino.
Carlos Gavito, muy amigo de Tito, era uno de aquellos devotos. Considerado el más grande bailarín de tango, cuando entraba a la pista todos los que le miraban se quedaban sin aliento. Sus movimientos lentos y deliberados amenazaban la ley de la gravedad, llegaban al límite mismo del equilibrio. Recuerdo perfectamente una noche en el Club Gricel, poco tiempo antes de su muerte. Mariana, su compañera de baile, se recostó en él, apoyada sólo en la frente de Gavito y en la punta de sus propios pies. Era un acto de absoluta entrega, el más mínimo error los hubiera llevado al piso aparatosamente. Aquella fotografía se ha convertido para mí en el símbolo del eros: ‘me entrego a ti con absoluta certeza; tú eres mi equilibrio’.
La definición más reveladora del tango es la que usan los viejos de la noche: tango es el abrazo. Más allá de la música, de la poesía lunfarda, del coqueteo incesante y la presencia arrebatadora de los sentidos, está ese acto humano, humanísimo. Al abrazarnos nos rescatamos del abandono, nos identificamos como miembros de nuestra especie. El abrazo es una poderosa herramienta de alquimia: da dulzura incluso a la tristeza. Somos la especie que abraza, que acoge, que toca, que envuelve, que protege. El tango convierte al abrazo en humanísima poesía.