Un fotógrafo que escribe sobre filosofía

Pesé 700 gramos al nacer. Llegué tres meses antes de tiempo, con pequeñas membranas entre los dedos, sin fuerza en la mandíbula para succionar, sin poder abrir los ojos ante la luz cegadora. El doctor Vicente Corral Moscoso le dijo a mi padre que no sobreviviría, que no resistiría el viaje a Guayaquil, donde había una incubadora, y que sin calor no había forma de que pudiera vivir. Mi madre estaba demasiado enferma para reaccionar. Pero Isaura Narváez, una mujer indígena alegre e irreverente que trabajaba en casa de mis padres, se negó a aceptar esa sentencia de muerte. Me sostuvo en sus brazos durante noventa días y noventa noches.

Recuerdo a Isaura con absoluta claridad. Por una antigua y profunda desilusión amorosa, odiaba a los hombres, y solo poseía dos cosas en este mundo: un revólver y un acordeón. “Los hombres son unos desgraciados”, decía mientras agitaba el revólver en el aire — el revólver para defenderse de ellos, y el acordeón porque creía que no se puede vivir sin música ni poesía. Isaura medía poco más de un metro cuarenta y tenía la piel curtida por el sol. Nada la enfurecía tanto como el abuso, la injusticia o el maltrato. Sentía que su deber era corregir todos los agravios. Todavía escucho su risa ligera y burlona.

Estoy convencido de que los seres humanos somos la suma de nuestros encuentros. Las personas que encontramos en el camino nos definen, nos marcan, nos transforman. Algunos encuentros son tan sustanciales que sin ellos nada tendría sentido. Somos quienes somos gracias al contacto con los demás. De esos encuentros nacen la cultura, el lenguaje, nuestra comprensión del mundo, la forma de amar, la manera en que nos hiere la muerte.


El asombro: la semilla viva de la filosofía

Ser Nieman Fellow en Harvard me permitió volver a mis raíces intelectuales, integrar dimensiones de mí que habían estado dispersas: el derecho, la fotografía, mi amor por la filosofía y la literatura.

Cuando me gradué de abogado en 1990, entregué el título a mi padre y decidí seguir la pasión que me había acompañado desde niño: la fotografía. Me dejé guiar por la curiosidad, una curiosidad militante y decidida. Sabía que ese viaje no solo me llevaría a lugares inesperados, sino también a encontrarme con personas que cambiarían mi rumbo, que me ayudarían a convertirme en quien soy ahora.

Los fotoperiodistas somos obsesivos. Podemos pasar horas esperando la luz perfecta, el instante en que todo confluye dentro del encuadre. Creemos en el azar. Estamos convencidos de que si esperamos lo suficiente y trabajamos sin descanso, el mundo se revelará, y ese instante capturado se volverá símbolo, representación de algo mucho más grande y complejo.

Pero la verdad es que casi ninguno de mis colegas es fotógrafo porque ame sus propias imágenes. Lo somos porque estamos enamorados de la experiencia del mundo. Nos fascina cómo se conectan los seres humanos, cómo se aman, se dejan de amar, esperan, sueñan, trabajan. Amamos a las criaturas del mundo, y amamos la luz.

Sí, somos como niños apasionados por nuestros juguetes: las cámaras son nuestro pasaporte hacia lo inesperado. Admiro la precisión de mis antiguos lentes, el esfuerzo detrás de su diseño y de su ingeniería. A veces sostengo mis herramientas y contemplo sus mecanismos, su delicada coreografía de vidrio y metal.

Si uno fotografía con honestidad, no puede evitar maravillarse con el mundo que le rodea. Es, sin duda, un mundo cruel y violento, pero para quienes están dispuestos a mirar sin prisa, con atención, con presencia — sin buscar únicamente la utilidad de las cosas o las personas — el mundo se despliega vibrante y precioso.

Esta capacidad de asombro es la fuente de la fotografía, y la semilla de la filosofía. “Es por el asombro”, escribió Aristóteles en su Metafísica, “que los hombres, tanto ahora como en el pasado, comenzaron a filosofar.” La fotografía requiere una mirada atenta sobre el mundo — el thaumazein griego — el asombro como postura consciente, amorosa y vibrante.

La mayoría de las personas fotografía para recordar, para afirmar afectos, para dejar testimonio de sus lazos, una prueba visible de que existieron, que amaron. Algunos fotografiamos para denunciar la belleza, para invitar a otros a mirar este mundo complejo con asombro — un mundo a la vez doloroso y maravilloso. Fotografíamos porque queremos compartir, porque queremos decir a los otros: “Mira, presta atención. Mi mirada, mi punto de vista, puede enriquecer el tuyo.”


Regresar a los orígenes

El surgimiento de las inteligencias digitales me ha impulsado a escribir de nuevo. ¿Por qué este momento — el advenimiento de una nueva generación de IAs — es considerado por muchos como uno de los grandes hitos de la historia? Porque nunca antes habíamos tenido la oportunidad de conversar con una entidad no humana usando un lenguaje humano.

Las consecuencias filosóficas son sísmicas. Nuestra identidad misma está siendo puesta en duda.

Si existe una máquina que puede hablar y aparentemente pensar, entonces quizás el lenguaje no es lo que nos hace únicos. ¿Qué es lo que nos define? ¿Qué nos diferencia de las inteligencias artificiales? La pregunta filosófica más urgente es: ¿Qué nos hace humanos?

Si hay algo que la máquina no puede conocer porque su naturaleza no se lo permite, es la experiencia de vivir. La máquina no posee cuerpo ni sentidos, aunque tenga múltiples sensores; la máquina no está sujeta a la finitud, pues la muerte orgánica no la limita o le otorga una aproximación filosófica al misterio; la máquina no conoce el amor, la conexión, la duda, el miedo, la necesidad… la trascendencia; la máquina no tiene emociones, por ahora.

Lo que nos hace únicos — lo que nos distingue de la máquina — es la vivencia misma. No solo la narrativa que tejemos con palabras, sino aquello que late, que se siente, que se habita.

Y sin embargo la experiencia de vivir la compartimos con los demás seres vivos. La vida, la naturaleza, la homeostasis, es decir el deseo de vivir, es lo que separa la vida de la no vida. Los animales y las plantas, tan tontos e inferiores en nuestro mundo antropocéntrico, son en realidad nuestros hermanos. Esa explosión de vida en torno de nosotros es nuestra conexión con el cosmos y es la raíz de nuestra conciencia vital.