El Carnaval de Río

La primera vez que fui a Río, la ciudad me doblegó con sus encantos, me atrapó. “¿De qué material están hechos esos personajes tan descomplicados, que sonríen a quemarropa, que caminan con tanto desparpajo?”, “¿De qué material estan hechos esos cerros excesivos -como todo en Río- en los que se encaraman esas enormes favelas?”

Una turista carioca que visitó mi muestra me acusó de fomentar los estereotipos, de quedarme en la superficie, de no revelar nada significativo sobre Río. Es la verdad. Estas fotos de la cidade maravilhosa son una distorsión que sólo  puede abrigar un habitante de los Andes acostumbrado a esconder el cuerpo, y fascinado por el magnetismo que éste ejerce cuando se lo lleva con desparpajo y libertad. La sensualidad no está en la desnudez, en la extensión de piel expuesta al aire. No. La sensualidad está en la paz con la que se habita el cuerpo. Para los cariocas, la atracción, la sexualidad, la dulzura de la piel, el ritmo del cuerpo son fenómenos de la naturaleza contra los que no cabe rebelarse. Simplemente son, están allí.

A este proyecto le falta madurar, penetrar, investigar, revelar. Sólo trabajé unas semanas en Río. Estas fotos están en la superficie de las cosas, pero hay algo de liberador en esa ligereza.

Fotografié dos carnavales y fui arrebatado por el exceso. A pesar de que hay en su expresión un aparato publicitario enorme –es un espectáculo que mueve cientos de millones de dólares- la alegría, la libertad y la devoción de los que desfilan son absolutamente reales. Cuando estás metido en medio de la batería –miles de tambores que retumban simultáneamente- la vibración se te mete como a  martillazos en el cráneo, te anima misteriosamente los pies, y te arranca hasta la última gota de moderación o escepticismo.

Suelo escribir cartas cuando estoy de viaje. La primera vez que fui a Río, antes de conocer el carnaval, escribí:

“Qué solo me siento, más solo que nunca, miro el mundo pasar en la ciudad que es una serpiente de luz. Un martillazo salvaje, un brutal vacío, la sensación de estar solo, solo a pesar de todos los afectos. Una soledad que no tiene solución.

Una garota de Ipanema pasa a mi lado. Tiene el rostro perfecto, se mueve sin esfuerzo, me mira. Sonríe como si me conociera, como si un día, en otro espacio y otro tiempo me hubiese amado. ¿Conoce ella el poder devastador de su sonrisa?  Se va.

Esta ciudad que es una serpiente de luz, un río de luz, un río de dientes blancos en la oscuridad, un desfile de derrieres redondos y dorados y juguetones y danzantes.

Desenredo los tentáculos de mi pulpo grilhado, del mismo modo en que he ido desenredando todos los tentáculos: lentamente, sin mayor esperanza, saboreando cada bocado. Me entiendo libre, sin ataduras, brutalmente libre y brutalmente solo. ¿No es lo mismo? No son dos palabras sinónimas? Libertad y soledad. Sin ataduras, sin vínculos, tan libre que nadie sabe dónde estoy ahora.  Probablemente nadie me recuerda ahora, nadie me piensa ahora. Podría ir en cualquier dirección, tomar cualquier camino.

Al mozo se le olvidó retirar el otro plato de mi mesa. Ese plato vacío me recuerda que estoy comiendo solo en la terraza de un restaurante italiano, mirando pasar el mundo en esta ciudad que es un río de soledades, un río de favelas adormecidas por la suave cadencia de una samba, un río de dolores redimidos y bendecidos, una serpiente brillante que se rebela contra la noche.

Una pareja conversa en una esquina. Él  la  toca, ella se retira. Él pasa su brazo por el cuello femenino y le roba un beso. Es el primer beso. Ella se resiste, pelea, hasta que finalmente se rinde. Veo cómo los músculos de ella se relajan, cómo los dos se relajan. Y la vida se convierte en un nudo de lágrimas y lenguas y manos sedientas.

Esta ciudad es un río de manos sedientas, de bocas sedientas, de bocas que sanan, de bocas que matan, de bocas que ríen, de bocas que cantan.

¡Qué dolor tan profundo, qué soledad tan profunda, qué libertad tan desesperada, qué silencio desgarrado por el silencio ensordecedor del mar!

Y escojo la vida, y escojo los besos –incluso los imposibles-, y escojo el dolor. Y también el vacío. Y me dejo vencer por la saudade, y absorbo esta noche a borbotones, y me ahogo con ella, y me salvo en ella.

Y mi libertad se la doy al capitán portugués que rasgó la noche y los mares, con el tam tam poderoso del brujo negro”.