De la Patagonia al Caribe

Por Pablo Corral Vega

Sudamérica, sin duda, es un continente de extremos geográficos. Cuenta con la selva tropical húmeda más extensa del planeta, con el desierto más seco, y toda su costa occidental, desde la Tierra del Fuego hasta las orillas mismas del Caribe, está marcada por la presencia ininterrumpida y dramática de la Cordillera de Los Andes.

El decir que ésta es la cordillera más larga de la tierra puede parecer un ejercicio trivial. Pero pocas personas se dan cuenta de que si extendiésemos sus 8.500 kilómetros en otras latitudes y direcciones, llegaría, por ejemplo, de San Francisco a Londres, de París a Peking, o de Melbourne a Tokio.

Por su extraordinaria longitud, un gran porcentaje de la América española vive muy cerca de la cadena o en sus alturas. Vive, en fin, gracias a Los Andes y a pesar de Los Andes.

Cuando comencé mi viaje un primero de Enero de 1995, mi intención era recorrer la cordillera de sur a norte, conocer sus caprichos, sus bondades y durezas. Quería experimentar en toda su dimensión a la compañera de infancia que le ofreció  horizontes a mi imaginación.

Este no es un viaje de aventura. Muchos latinoamericanos tenemos una preocupación urgente por nuestra identidad. No somos europeos, no somos indígenas, y nuestros países no han tenido el tiempo para amalgamar de manera convincente la diversidad cultural que nos legó la historia. Por esta razón, la extrema geografía de nuestro continente se convierte con frecuencia en nuestra referencia, y de su conocimiento se desprende nuestra misma identidad.

El cementerio de los icebergs en el Lago Gray, Parque Nacional Torres del Paine

Patagonia

Es muy fácil llegar al fin del mundo. Un vuelo de cuatro horas desde Santiago o Buenos Aires nos deposita en el corazón salvaje de la Patagonia, en el Finis Terrae de los marinos ibéricos del siglo XVI. Pero esta moderna facilidad de llegar a cualquier lugar nos hace olvidar el coraje y el esfuerzo que fueron necesarios para poblar los sitios más agrestes del planeta.

Goethe decía que sólo se puede conocer lo que se ama. Cuando salí del avión en Punta Arenas, el corazón me latía con una intensidad inusual. Había estudiado los mapas de la Patagonia con verdadero fervor, como si mi vida dependiese de ellos.  En aquellas cartas había visto a los Andes australes desmembrarse ante el feroz avance del mar, y sus cumbres convertirse en islas de un archipiélago, hasta que en el Cabo de Hornos se hunden sin esperanza en las aguas antárticas.

Fernando de Magallanes probablemente suponía encontrar un paso directo entre el Atlántico y el Pacífico, similar al conocido estrecho de Gibraltar. Pero se encontró en 1520 con un laberinto de insensatas proporciones, la ruta más inexpugnable y laboriosa, llena de bahías, canales obstruidos por invisibles icebergs o por ríos de roca negra que se precipitan hacia los fondos marinos.

Se encontró, sin saberlo, con las últimas cumbres de los Andes.

Me imaginaba que la Patagonia seguía siendo sólo el territorio extremo e intocado del que hablaban los antiguos expedicionarios. Pero me sorprende Punta Arenas. Es una ciudad, más que moderna, reciente. Se ven supermercados, sofisticadas estaciones de servicio y un inusitado movimiento. Las grandes minas de carbón, los pozos petrolíferos, la refinería de Metanol y el paso de los buques de gran calado por el mítico estrecho de los frecuentes naufragios, han reactivado la economía.

Pero incluso esta ciudad me parece un intento precario y doloroso por aferrarse a una tierra salvaje y primigenia. Es un territorio caracterizado todavía por las aisladas y remotas estancias ovejeras, los impenetrables glaciares, los grandes bosques y lagos, e innumerables islas y fiordos cuyo nombre nadie recuerda.

Al salir de Punta Arenas se ve una extensa planicie cuya desolación es sólo aparente. Las flores son pequeñas y se esconden del viento,  los musgos se protegen detrás de las rocas;  conejos, zorros, pumas, guanacos, cóndores y ñandúes se mantienen lejos de los humanos; como éstos, encuentran los rincones más cálidos y construyen sus moradas buscando la paz.

La planicie se interrumpe sin anuncio previo. La Cordillera es una pared que crece por instantes, un dinosaurio que se despierta de un milenario sueño.

Estas montañas han sido erosionadas por los glaciares de tal manera que ya sólo queda la esencia, la roca pura. Podría pasar semanas enteras observando la monumental estructura granítica del Fitz Roy, en Argentina, o la indecible contorsión de las formas en Los Cuernos del Paine, espacios que se renuevan por minutos con el paso incesante de las nubes del Pacífico y los caprichos misteriosos de la luz.

Quisiera tener la posibilidad de ver con una cámara rápida la transformación de este paisaje a través de los miles de milenios. Sudamérica se separa de Africa y en su camino hacia el oeste la costa occidental del Continente se levanta como la proa de un rompehielos debido al titánico choque entre la placa de Sudamérica y la de Nazca.

La noche está sitiada por la penumbra en el verano patagónico: son casi las doce de la noche y aún no se ha puesto el sol. Miro la azul fosforescencia de los témpanos que se desprenden del Glaciar Gray y que vienen a morir en el así llamado Cementerio de los Icebergs. ¿Mueren estos hielos al transformarse en agua? – me pregunto. Sólo sé que los cambios son dolorosos: mi padre está en un hospital de Houston comenzando una batalla agotadora contra la enfermedad y la muerte. Y no puedo abandonar por completo mi trabajo; estoy aquí y ahora, junto a estas montañas que me hacen sentir diminuto, solitario y frágilmente humano en un universo de incesante transformación.

Quellón, en el sur de Chiloé, Chile

Chiloé, Chile

– Señora, discúlpeme, ¿es este el camino a Quemchí?

– Si señor,  ya no le queda tan distante.

– ¿habrá allá una posada, un lugar para comer? La tarde está muy fría y lluviosa.

– No sé si a esta hora va a encontrar algo. El clima es siempre así por acá y la gente se queda en sus casas. ¿Usted es extranjero?

– Sí, de Quito, Ecuador.

– Nosotros estamos preparando la cena, le invitamos, por favor quédese con nosotros.

Llegué a Chiloé, la diminuta réplica de Irlanda, luego de un viaje de varios días en un ferry de carga, solución precaria de transporte para los pequeños y aislados pueblos del archipiélago patagónico a los que jamás podrá llegar la mítica carretera austral.

El esposo de la señora  Irene Miranda me sonríe con amabilidad. Es una familia numerosa y han invitado también a los vecinos. Son pescadores y están preparando un afamado plato chilote de mariscos, el curanto en hoyo. Casi todos tienen la piel muy blanca y algunos los ojos claros. Parecen descendientes de belgas o alemanes, de los que vinieron a ampliar la frontera republicana a sangre y fuego ante la extraordinaria resistencia mapuche. Pero no saben de sus ancestros. Ahora son simplemente chilenos.

Aquí hay tiempo, mucho tiempo para la conversación, tiempo para el vino y las historias familares. Tiempo para amasar el pan y para reunirse los jóvenes y los viejos alrededor del fuego.

La cocina es como un gran fogón, con las paredes ennegrecidas, y  una pequeña ventana para que no se escape el calor.

Quisieran que me quede, que les cuente más de mi país y ellos contarme del suyo. Pero los viajeros vamos siempre de paso y buscando nuestra propia tierra.

La señora Irene me dice al despedirme:

– Somos gente sencilla; mi hermano, mi marido son pescadores y ellos viajan como usted. Así quisiéramos que los reciban a donde vayan.

Patricio Aylwin, el primer presidente después de la dictadura de Augusto Pinochet, en 1994

Santiago, Chile

Mis amigos estadounidenses bromean y le llaman a Santiago, Sanhattan. Es una ciudad moderna y sofisticada, que a veces me parece el resultado de un extraño injerto: una urbe californiana en una sobria ciudad española.

Santiago es muy diferente al resto del país. Se ve el éxito económico de Chile. Hay lujosos edificios vestidos de cristal, enormes patios de venta de vehículos, autopistas, los más masivos centros comerciales, tan grandes como los de EUA. Lo que yo llamaría la acelerada norteamericanización de Chile. La imponente Cordillera de Los Andes, pese a tener en esta zona sus cumbres más altas, siempre está oscurecida por la persistente contaminación.

Se habla del boom, del milagro económico de Chile. Los ejecutivos van por el centro vestidos con impecables trajes oscuros, tan sobrios y elegantes como los que se visten en Wall Street. Chile se ha tomado muy en serio su papel de tigre económico.

El principal escollo para la estabilidad a largo plazo de su economía es que el País depende de muy pocos productos de exportación (en especial el cobre) y es susceptible a las variaciones internacionales de dichos precios.

Hay varias razones para explicar la presente bonanza, inédita en la región.

En primer lugar, Chile era una colonia pobre, sin grandes minas ni riquezas de ningún tipo, con una población nativa mucho más pequeña que la de los países alto andinos. Por esta razón no se consolidaron ni las esclavitudes ni las servidumbres que empobrecen tanto a un país al fraccionarlo de manera irreconciliable. En Chile se ha desarrollado una clase media más grande y la población es más homogénea que, por ejemplo, en Bolivia, Perú o Ecuador.

 Y Chile, a diferencia de casi todos los países de la región, incluido el gigante argentino, tuvo durante la mayoría de su historia republicana una envidiable estabilidad institucional -sin contar la última dictadura, fenecida hace más de una década y que fue empero, una de las más represivas y sangrientas del Continente-.

El gobierno dejó en libertad a las fuerzas del mercado bajó los lineamientos de un grupo de economistas graduados en Chicago, los Chicago Boys, y abrió las importaciones desde los años setenta obligando a la industria y agroindustria chilena a competir internacionalmente. Muchas empresas fueron incapaces de asumir el reto y la época del ajuste resultó traumática para el País por el alto desempleo. Pero las empresas que sobrevivieron están ahora mejor preparadas que las de los países vecinos.

Este no fue el caso en el resto del continente, ya que se mantuvo hasta hace poco la tesis de que hay que proteger la industria limitando las importaciones de productos que se fabrican localmente. Se fomentó un proteccionismo militante cuyo resultado fue la consolidación de mercados artificiales y de industrias ineficientes e incapaces de competir globalmente.

A pesar de que la dictadura feneció hace más de una década -Chile cuenta ahora con un gobierno legítimo y democrático-  es común escuchar todavía opiniones apasionadas y radicalmente opuestas acerca de sus virtudes o defectos. Sigue siendo uno de los fantasmas nacionales.

Los que piensan que la dictadura fue necesaria no están solos. Me llama la atención ver en el periódico estadísticas que muestran que en casi todos los países de Sudamérica hay un importante segmento de la población que piensa que un gobierno fuerte, dictatorial, es la única solución. La opinión pública respaldó a Fujimori cuando disolvió ilegalmente el Congreso del Perú y organizó una extensa campaña para destruir la subversión. En Ecuador, la destitución inconstitucional de Bucaram, un presidente irresponsable e incapaz, fue plenamente justificada por el pueblo. En Colombia he escuchado muchas veces la opinión de que sólo una gobierno fuerte que no de tregua a la guerrila y al narcotráfico podría frenar la ola de violencia.

España impuso en América su tradición legalista, su obsesión con las normas y los documentos públicos. Muchos piensan que es posible cambiar la sociedad con solo modificar la Constitución -las Constituciones de la región suelen ser mapas de la Utopía-.

Uno de los problemas más dramáticos es que debido a las disparidades sociales que caracterizan a Latinoamérica desde su mismo nacimiento, no ha habido siempre condiciones ideales para que florezca y se preserve la democracia.  Una democracia que no está basada en una relativa igualdad social corre el riesgo de quedarse en el papel. Los gobiernos fuertes, represivos han sido tolerados, aceptados y hasta bendecidos por el pueblo con el argumento de que aseguran la gobernabilidad y en ocasiones la misma integridad del estado. Muchos gobiernos lo han logrado acallando todo disenso y malestar, desconociendo la historia a fuerza de fusil.

Pero hay que preguntarse si Argentina o México hubieran podido evitar el desmembramiento en estados más pequeños de no ser por gobiernos fuertes como el de Rosas o Porfirio Diaz. Incluso las dictaduras han tenido un papel histórico fundamental.

Los más grandes enemigos de la democracia son la ambición desmedida de unos pocos; la pobreza y la falta de educación de muchos.

Ceremonia militar en Viña del Mar

Chile oficial y Chile real

El desarrollo industrial y urbano tiene costos. Lo primero que se sacrifica son intangibles, valores y actitudes que sostienen la estructura social.

La hospitalidad.

La solidaridad.

El tiempo para compartir.

Voy al estudio de Germán del Sol, un reconocido arquitecto, en uno de los barrios residenciales de Santiago: grandes y sombrosos árboles, flores por doquier, enormes ventanales. Me recibe con la característica cordialidad de los chilenos. Es pueblo de poetas, sin duda. La reunión debía durar unos minutos, pero dos horas más tarde seguimos charlando.

Germán del Sol sostiene que existen dos Chiles paralelos pero distantes: un Chile oficial y un Chile real.

El País oficial es el del desarrollo económico, del éxito. La cara que Chile quiere mostrar al mundo: la del gran tigre latinoamericano, del inglés de Sudamérica.

– En el Chile oficial hay poca riqueza verdadera, de aquella que se goza y se da.

Insiste Germán.

– En el Chile real, en cambio, se hace el bien sin mirar a quien y sin ser visto. La mayor riqueza son los afectos, la familia y la amistad. Se administra todo el tiempo del mundo para ser lo que se es, amar a quien se quiere y disfrutar de lo gratuito.  El Chile real vive de la tolerancia a la diversidad y de la generosidad de todos, incluidos los pobres.

En el Chile real hay riquezas verdaderas y cierta calidad de vida, sin desconocer que hay que desterrar el hambre y la miseria que están en todas partes.

Es un análisis que se puede aplicar sin esfuerzo a la Latinoamérica de fin de milenio. A Ecuador, a Venezuela, a México. Pienso.

– Mi abuela Olga dice que la gente feliz no se nota. Porque no es noticia. Y el desprendimiento basta para ser esporádicamente feliz.

Acota Germán, con gran chispa.

Trabajadores de una mina cooperativa en Potosí, Bolivia

Norte de Chile y Potosí, Bolivia

No se ve una nube en el horizonte.

Para mis ojos, acostumbrados a los verdes Andes del norte, las nubes son la piel de las montañas. Estas me parecen expuestas, descarnadas, calcinadas. Y los hombres corren su misma suerte: en el norte de Chile la gente tiene una cierta aspereza, una sequedad natural.

Más allá de los fértiles valles frutícolas de la zona central de Chile comienza el desierto. Un secadal que se extiende sin tregua por toda la costa Pacífica, hasta la frontera misma entre Perú y Ecuador, a 3.500 kilómetros de distancia.

De no ser por la floreciente actividad minera, que aporta la infraestructura necesaria, sería imposible vivir aquí.

En Chile y Argentina (país andino preterido en este artículo por el énfasis que le he dado a la costa pacífica), mucha gente vive en las faldas o cerca de los Andes, pero dadas las condiciones extremas impuestas por las cuatro estaciones casi nadie vive en los Andes mismos.

Desde Bolivia hasta el fin de la Cordillera en el Caribe, en cambio, vamos a encontrar innumerables pueblos encaramados en las montañas.

La precaria carretera que sube a Los Andes desde San Pedro de Atacama está sitiada por imponentes volcanes nevados. Pintando el blanco de color azufre aparecen temibles abras que escupen vapor y a veces fuego. Hemos cruzado el Trópico de Capricornio y sin embargo, el aire fino de las alturas es incapaz de guardar calor. El oxígeno es escaso y el corazón hace un esfuerzo exagerado para nivelar la presión sanguínea con la decreciente presión atmosférica.

La luna. Esto parece la luna.

Una planicie sin fin, blanca, blanquísima.

No es nieve, es sal. Interminables desiertos de sal. Vestigios de interiores mares. Casas de tierra, cobrizos habitantes de manos blanqueadas que extraen la sal y que poco o nada comprenden la lengua franca de Hispanoamérica.

Más allá, acompañada de la irrespirable altura, la ciudad imperial de Potosí. La más alta del mundo. Y la que una vez fue la más rica de las Américas.

Sus calles están cargadas de historia, una historia de lujo, dispendio y tragedia. Calculan algunos historiadores que durante la época colonial, entre 1545 y 1825, ocho millones de indios y africanos murieron debido a las terribles condiciones de trabajo en las minas del Cerro Rico, el Cerro de Plata.

Parece un hormiguero. Taladrado por cientos de kilómetros de túneles que todavía esconden de la luz a veinte mil mineros.

La mayoría de las bocaminas son propiedad de cooperativas de mineros independientes, quienes no tienen patrones pero tampoco capital, y trabajan de manera similar a la de sus antepasados. El cerro sigue manando plata luego de quinientos años de explotación.

Al acabarse la jornada de trabajo la ciudad se inunda de gente. Mineros, con certeza, pero es imposible saberlo por su apariencia. Caminando con sus parejas o familias, vestidos con bluejeans, chaquetas con leyendas en inglés, y gorras de béisbol, se mimetizarían fácilmente en cualquier capital de la América andina. Los adolescentes escuchan rock en las esquinas, y los altoparlantes profesan la música melodramática de los baladistas mexicanos o los ritmos caribes del vallenato. La televisión anuncia el brasileño show de Xuxa, y Arnold Schwarzneger posa con ametralladora, y medio desnudo, en la masiva pared de adobe de la colonial Casa de la Moneda.

Vendedores de pócimas para la saud, en La Paz, Bolivia

La Paz, Bolivia

La Paz es una ciudad con profundas resonancias indígenas. Pero para un ojo educado es fácil encontrar en todo los quinientos años de mestizaje. Ya casi no existen comunidades de indígenas puros, intocados en ninguna parte de Los Andes. Hasta el quechua, el mismo idioma del imperio Inca, fue difundido en los pueblos que no lo hablaban gracias a que los españoles lo adoptaron como lengua franca y como oculto mecanismo de segregación – preferían al principio, mantener el español como lengua de las élites peninsulares.

Siempre que nos referimos a lo indígena hablamos en realidad de grados mayores o menores de mestizaje.

Las largas faldas de organza y tafetán de las indias de lengua aymará de La Paz son de origen español. Y los sombreros de paño alargados o redondos, las mantas, los rebozos, los collares de cuentas. Dentro de los tres países andinos con mayor población indígena, es decir Ecuador, Perú y Bolivia, la organización colonial impuso para fines tributarios y de control político ciertos códigos de vestido a las diversas comunidades, combinando elementos españoles, como las blusas bordadas o los sombreros de paño, con elementos nativos, como los textiles envueltos en el cuerpo, las alpargatas, los tocados para la cabeza y los sayos.

Cada pueblo de Los Andes cuenta con una vestimenta característica. Una cierta forma de sombrero  o un especial diseño textil puede revelar el origen exacto de una persona, incluso el mismísimo caserío del que proviene y su estado civil.

Estos atuendos se han mantenido relativamente estables por siglos, pero en las últimas décadas se han producido más cambios en la sociedad -y en la moda- que durante todo el período republicano: va desapareciendo el aislamiento de los pueblos indígenas.

Hay una creciente urbanización en toda la región, y lo que las nuevas generaciones de tradición rural buscan es ser aceptadas en igualdad de condiciones al llegar a los centros urbanos. Para muchos jóvenes el revelar su origen a través del vestido o la lengua puede ser una limitación dadas las bruscas divisiones de clase de acuerdo al color de la piel y la ascendencia cultural. Los hombres son los primeros en dejar atrás aquello que los identifica como indígenas ante los ojos de la sociedad mestiza -en especial la ropa-, porque son ellos también los primeros en aventurarse fuera del terruño en búsqueda de mejores condiciones de vida.

La fiesta, sin embargo, tiene la extraña virtud de borrar las diferencias sociales. No importa quiénes son los enmascarados, ni qué idioma prefieren hablar los endiablados danzantes de Oruro.

Buses y más autobuses llegan a Oruro, sin descanso, desde todos los rincones del país trayendo gente de toda condición que simplemente quiere bailar durante los tres días del masivo carnaval andino. Es una fiesta del mestizaje boliviano.

En la media docena de viajes que he hecho a Bolivia siempre me he encontrado con alguna celebración popular.

La fiesta es el espacio para reencontrarse con la comunidad.

Para marcar las estaciones, que en la banda tropical del planeta han desaparecido, dejando a la memoria sin referencias climáticas.

Y para los emigrantes son el pretexto para regresar a su tierra.

Uno se imagina que una tierra fría debe ser triste.

Pero Bolivia es todo lo contrario. Es el País más alegre de los Andes.

Fotografiando en el día de challa -de bendición de la tierra-, en el aislado pueblito orurense de Toledo, acabé participando de la fiesta en el patio de una casa indígena. Una vieja pequeñita me servía sin tregua unos trozos cauchosos e inmasticables de carne de llama que yo escondía diligentemente detrás del muro, mientras bailaba en círculos incesantes con unas mozas redondas y de chapas rosadas que me repetían «casati conmigo, casati conmigo, tengo casita de barro, muchas llamas, campos de chuño» y se reían a carcajadas comentando sobre las inciertas capacidades amatorias de los blancos.

Fiesta de la Challa, en el pueblo de Toledo, en el altiplano boliviano

El altiplano perú-boliviano

El gran lago Titicaca, en el ombligo del altiplano, es la cuna del imperio Inca. La primera pregunta que uno se hace es cómo sobreviven los campesinos en un lugar tan frío, con heladas frecuentes y un humus endeble y fácilmente erosionable. Y por supuesto uno no entiende del todo cómo nació aquí en un ambiento tan poco propicio, una civilización avanzada como la Inca.

La respuesta es más fácil de lo que parece. No se cultiva todo en estas alturas – sólo las especies resistentes como ciertos tubérculos. El mayor recurso que ofrece la Cordillera a sus habitantes es el efecto frigorífico de las alturas en una zona normalmente tropical. En otras palabras, si la altura es más baja, el clima es más templado, hasta llegar a lo tropical. Ergo, hay una infinidad de pisos ecológicos, climas diferentes, a distancias bastante moderadas, que permitieron a los pueblos andinos desarrollar un complejo sistema de relaciones interaltitudinales, que integran el mar, las montañas y la selva, y proveen a todos de los elementos que necesitan para una alimentación balanceada.

Esta adaptación al entorno se ha visto interrumpida en varias ocasiones en la historia por las grandes sequías e inundaciones provocadas por cíclicos fenómenos climáticos. Aparentemente, son grandes tragedias ecológicas en Los Andes centrales, vinculadas al fenómeno del Niño y a la deforestación, las que eventualmente obligaron a los Incas a expandirse militarmente para asegurar una base agrícola más amplia y menos susceptible a las alteraciones del clima.

Pero si los Incas llegaron a un grado de organización tan alto como es fácil observar en Cuzco, Sacsayhuaman, Ollantaytambo o Macchu Picchu, en el Perú, es a primera vista inexplicable cómo se derrumbaron tan fácilmente ante las escasas huestes españolas.

Parece haber sido el curso inevitable de la historia:

Debido a la organización altamente jerárquica del incario, fue sencillo  para los colonizadores reemplazar al Inca, mantener el control político, continuar exigiendo los tributos y romper el clima de reciprocidad que existía entre el estado y las comunidades. Fue mucho más complicada la dominación de grupos poco organizados como los mapuches del sur de Chile, porque ningún pacto o éxito militar involucraba a toda la población.

Según el especialista Smith, la población indígena de los Andes Centrales disminuyó en un 71% apx. (3.4:1) entre 1520 y 1570. Las enfermedades, para las que los indígenas no tenían resistencia, el abuso, el maltrato, y el descalabro de su sistema productivo fueron decisivas en este dramático despoblamiento.

Por otro lado, los Incas además de encontrarse a la llegada de Pizarro en una guerra intestina, sufrían el rechazo de todos los pueblos cruelmente conquistados por ellos,  quienes vieron erróneamente en los españoles, la posibilidad de deshacerse de los invasores del alto Perú.

Amanecer en el observatorio solar en Macchu Picchu, durante el equinoccio de invierno.

Machu Picchu, Perú

Durante el día Macchu Picchu se parece demasiado a Disney World para mi gusto. Así que convencí al guardia de las ruinas que nos permita a mi  ex-novia y a mi el quedarnos más tiempo, hasta cuando se retiran los empleados del hotel a medianoche.

– se oyen ruidos extraños, hay muchos fantasmas, no se debe caminar por la ciudadela sin ser invitado por los antiguos.

Me dijo, con preocupación, pero sin lograr convencerme.

No había luna y la linterna de bolsillo se negó a iluminar el vacío. No teníamos baterías ni ropa apropiada para pasar la noche y descubrimos rápidamente que las ruinas son un verdadero laberinto.

El viento comenzó a aullar, y tanto piel como voluntad se erizaron. Supongo que abrazados habríamos sobrevivido el frío de la noche.

Desde una ladera se veía toda la ciudadela, las siluetas inconfundibles de las pequeñas casas de piedra anidadas entre los picos. Me podía imaginar, ahora sí, con total claridad, el fuego encendido en cada casa, la música alegre y repetitiva, la conversación de los sacerdotes y los guerreros, el primer abrazo de los recién casados, y un chasqui llegando del Cuzco y voceando las noticias frescas.

Por un momento no supe si era mi imaginación o si se habían despertado en verdad los fantasmas que tanto temía el guardia.

Eran ecos de un pasado remoto. Sólo quedaba la memoria de las piedras. La civilización Inca se había derrumbado y ahora estaba en el Perú de finales de milenio, ansiando un cálido hotel , un ceviche, un buen choclo con queso, y un pisco para el frío. Todo se había transformado.

Suellen me pide silencio y apunta hacia atrás: las negrísimas siluetas de tres llamas que nos miran atentas dibujadas contra la vía láctea.

Para los Incas, las partes oscuras del cielo tenían igual importancia que las mismas estrellas.

Macchu Picchu al atardecer

Lima, Perú

No hay ciudad en el Perú que pueda competir con Lima. Es el polo único de crecimiento y la gran homogenizadora. Llegan los inmigrantes desde los Andes y en Lima se mimetizan, se integran de cualquier modo al entorno cruel y vibrante.

Es desordenada, enorme, terriblemente apasionada. La antigua sede del Virreinato del Perú era la ciudad más señorial y rica de la América española y es ahora la síntesis urgente del Perú, el resumen de las bondades y desesperanzas de un pueblo milenario.

Es un mal momento para visitarla. Las antiguas rencillas de límites entre Perú y Ecuador están exacerbadas por nuevas escaramuzas en la frontera. Prefiero que nadie se entere de mi nacionalidad ya que en Paucartambo, Cuzco un profesor supuso al revelarle mi nacionalidad que si llevaba tantas cámaras sóló podía ser un espía.

Siempre me he preguntado ¿por qué las colonias españolas de Sudamérica no pudieron constituirse en un solo país luego de la independencia, como sí lo lograron las colonias portuguesas?

En la América española, imbuida de los sueños republicanos y democráticos de la Revolución Francesa, faltó un gobierno cuya legitimidad sea reconocida por todos, cosa que en el Brasil se logró luego de la independencia con la aceptación generalizada de una monarquía regida por descendientes directos del trono de Portugal, como Dom Pedro.

Los estados sudamericanos se fraccionaron rápidamente por los intereses de las élites locales que no reconocían un gobierno universal republicano, que no querían perder su cuota de poder, y debido a la geografía extrema de Los Andes que hacía imposibles las comunicaciones estables necesarias para el buen gobierno y que daba lugar a diferencias culturales notables.

En un bar de Barranco, en Lima, canta la encantadora Julie Freundt las estrofas de la gran compositora peruana, doña Chabuca Granda: «Te amo Perú, y recorriera toda la gama de verdes que te adornan, y el gris, soberbio manto de tu costa, que al subir por los cerros en colores se torna».

Me contagia del amor por su gran País.

Emprendemos con Julie, un viaje musical por toda la América hispana. Coincidí con una convención latinoamericana de industriales gráficos, así que había representantes de cada país.

– Uruguay, Uruguay! Venezuela! Chile! Colombia! México!

Gritaban los amigos y cantábamos a todo pulmón esas cálidas baladas tan conocidas por todos, reviviendo ese antiguo sueño, la gran utopía de una América unida.

¡Ecuador, Ecuador!

Se hizo el silencio.

Y Julie cantó «para el País hermano, siempre hermano», el pasillo ecuatoriano Nuestro Juramento, del venerado Julio Jaramillo, probando una vez más que las fronteras son artificios de nuestra miopía.

La ciudad de barro de Chan Chan, en el norte del Perú

Norte del Perú y Sur del Ecuador

Al norte de Lima continúa el desierto, flanqueado siempre por una Cordillera dramática e inagotable. No puedo comprender cómo vive la gente en lugares tan secos, apegada a los precarios oasis que emergen junto a los temperamentales ríos cordilleranos.

Luego de dos días ininterrumpidos de viaje, cruzando ciudades coloniales y extraordinarias ruinas preincaicas, como Chan-Chan, hemos llegado al Ecuador.

Al cruzar la frontera el desierto se interrumpe de manera inesperada.

Comienzan las grandes plantaciones de banano y de cacao, y se manifiesta un verde a todas vistas exagerado luego de tan terrible secadal. El verde debería ser más discreto, pienso, pero la costa del Ecuador, más cerca culturalmente del Caribe que del mundo andino, jamás ha sido discreta.

Aquí se haabla con el aceento relajaado del muundo troopicaal. Todo es casual, en verdad, la conversación, las viviendas, los colores de la ropa, la risa. La más grande virtud es la franqueza.

Pero yo, a pesar de haber regresado a mi propia patria, en la Costa sigo siendo un extranjero.

La gente de las planicies tropicales tiene un concepto bastante pobre de los andinos. Nos piensan hipócritas, taimados, lentos, excesivamente formales y es común oír el prejuicio de que los indígenas andinos son tontos y un lastre para el desarrollo del País.

Pero los serranos vemos a los costeños como incumplidos, corruptos, gritones y patanes.

Una serie de estereotipos que tienen al País al borde de la debacle, y que llevan, por ejemplo, a los costeños a votar sólo por el candidato del trópico y a los serranos a votar por el de las alturas.

La verdad es que pese a vivir en el mismo País, nos conocemos poco. La ignorancia es la fuente de todos los racismos y discriminaciones.

Podría decirse que la Cordillera es la gran culpable: crea diferencias climáticas tan extremas, que a poquísimos kilómetros surgen culturas del todo diferentes. El trópico es más tropical en contraste con las alturas andinas.

A diferencia de los otros países andinos, Ecuador cuenta con dos polos de crecimiento: Quito, la andina capital, y Guayaquil, la ciudad más grande y poderosa económicamente. Es como mezclar en el mismo complejo residencial a los habitantes de Oslo y Madrid, o de Boston y La Habana.

Se puede bajar y subir de la Cordillera muchas veces desde la Patagonia hasta el Caribe, y siempre el paisaje será diferente.

En el Ecuador los Andes son más verdes que en el Perú, las alturas de los valles son placenteras, sin embargo, la falta de incentivos para la actividad agrícola mantiene a las zonas rurales en una preocupante depresión.

He venido escuchando desde Bolivia que no hay condiciones para el trabajo agrícola. Los que pueden salen a las grandes ciudades, donde se convierten en pobres urbanos -la incapacidad de cultivar sus propios alimentos les hace aún más pobres-. Los que encuentran la manera, salen del País.

En la provincia del Azuay, al sur del Ecuador, existen pueblos donde ya sólo quedan mujeres, ancianos y niños. Todos los que estaban en capacidad de hacerlo emigraron a los Estados Unidos. Pero el dinero que ellos envían está cambiando de manera dramática el entorno y la cultura local.

Se ven elegantes casas de estilo californiano repartidas por el campo, dentro de las que se vive de la manera tradicional: durmiendo en el piso y con los animales dentro de casa. O vehículos 4×4 conducidos por las cholas cuencanas. Circulan igual dólares o sucres y los precios de las propiedades se han inflado irracionalmente. Pero sobre todo, los valores y las necesidades cambian a pasos agigantados.

En todo proceso migratorio obran dos fuerzas: las que llevan a una persona a abandonar su terruño, y las que le llaman a otra tierra ofreciéndole mejores condiciones, supuestas o reales.

La sociedad ecuatoriana, como la boliviana o peruana, está altamente estratificada y hay poca movilidad social.

Mi abuelo, un hombre intachable pero con ideas muy conservadoras, tenía una amplia gama de clasificaciones de acuerdo al estrato social: noble, blanco, chaso, cholo, longo, indio, zambo, negro. Y el que pretendía  subir de escaño, era simplemente un arribista. Por supuesto, la sociedad se ha democratizado mucho en los últimos cincuenta años, y ahora es menos elitista y más mestiza.

Pero aún falta mucho por hacer.

Un énfasis exagerado en el color de la piel y en el ancestro es una de nuestras limitaciones para un desarrollo armónico e integral.

Para muchos la manera de romper este ciclo -y de mejorar las condiciones de vida- es emigrar o encontrar fuentes alternativas de ingresos, adquirir dinero, y con él, prestigio e igualdad.

La crisis del campo empuja a los migrantes fuera del Ecuador. En América del Norte, les atraen las posible riquezas. Estados Unidos es el Dorado del siglo XX.

No puedo dejar de pensar, sin embargo, que es una situación casi idéntica a la que trajo a los conquistadores de España.

Los que vinieron en los primeros siglos no eran los nobles, ni los que tenían su futuro asegurado. Eran los desposeídos, los que no tenían nada que perder, los aventureros, los que estaban dispuestos a arriesgar la vida a cambio de la posibilidad de ser alguien, de tener prestigio social, una mejor vida.

El prestigio y el buen nombre eran más importantes que el oro: eran la razón para buscarlo.

Es importante pensar que los inmigrantes españoles del siglo XVI vinieron al Nuevo Mundo más de doscientos años antes que los peregrinos norteamericanos y cuando las dificultades de viaje eran infinitamente mayores. Casi el 80% de los que llegaron, por el enorme riesgo, eran de sexo masculino; a diferencia de los peregrinos que viajaron con sus familias y quienes en lugar de propiciar el mestizaje buscaron eliminar completamente al habitante nativo de la ecuación.

No podemos juzgar la historia y exigir a los conquistadores del siglo XVI que adelantándose siglos a su época  reconozcan la igualdad esencial del ser humano,  Era un período tormentoso de expansión y conquista en la que el indio, el otro, el diferente, era el estorbo, o el medio aprovechable para alcanzar los sueños.

¿La misma mentalidad del comerciante de esclavos de Louisiana, o del colono en camino al extremo oeste norteamericano?

En toda historia hay algo de crueldad y algo de belleza.

Como en los toros.

El torero se persigna antes de salir al ruedo. Piensa en su madre, en su mujer, en sus hijos.

Tiene que concentrar todo el coraje y la valentía.

Es una batalla en la que cualquier descuido puede costar la vida.

Apunta la espada directo al corazón. Sin dudas, sin remordimientos.

Como el soldado ecuatoriano (o peruano) atrapado en un conflicto fratricida. Como el guerrillero o el sicario profesional. Como el sacerdote inca de los sacrificios, como el conquistador o el héroe republicano.

Al corazón mismo. Sin dudas, sin remordimientos.

En la región de Cayambe, Ecuador

Callejón Interandino, Ecuador

El poderoso shamán sube al escenario.

Se suelta la larga cabellera, dueño absoluto de las tablas.

– ¡nosotros, los antiguos sacerdotes incas, tenemos el poder de parar el sol y las estrellas. De curar cualquier enfermedad. Guardamos los secretos ancestrales del universo…el conocimiento místico de los amautas!

La muchedumbre está convencida, asombrada.

Luego del largo y apasionado discurso, la doctora Mariana de Garzón levanta el brazo.

– Señor T., discúlpeme, si ustedes son tan poderosos ¿por qué hay tanto niño desnutrido en sus comunidades, por qué no han eliminado los parásitos y curado el bocio y el idiotismo?

El shamán responde enfurecido.

– ¡Es culpa de los conquistadores, de los ricos, ahora de los gringos. Ellos nos robaron todo!

El Quinto Centenario reactivó una corriente de durísima crítica a la conquista española y un llamado a regresar a los valores y creencias precolombinos.

En lugar de asumir la historia, de aceptarla, muchos se han dedicado al esfuerzo inútil de juzgarla o negarla.

En este contexto se está construyendo una imagen romántica de lo indígena, una versión New Age, un pot-pourri de teorías místicas. Se ven festivales de adoración al sol, y sesiones de curación shamánica en las pirámides de Cochasquí. Vienen extranjeros de todas partes para probar los preparados alucinógenos de los médicos-brujos. Se escriben libros con recetas andinas para la felicidad y la realización personal.

Mariana de Garzón es una doctora en medicina que ha trabajado en desarrollo comunitario y salud pública en más de doscientas comunidades mestizas e indígenas en todo el Ecuador, una mujer sencilla que dice enorgullecerse de ser mestiza, de tener sangre española e indígena.

– Marianita, ¿cuáles son los valores fundamentales de los indígenas? ¿el dar más importancia a la comunidad que al individuo? ¿la solidaridad?

– esos son conceptos que están en los libros y son esenciales. Pero para mi el gran don de la cultura indígena es la intuición. Todos hemos visto a la india cargando en su espalda al niño de ojos enormes. El niño va envuelto en una manta y casi no puede moverse -los expertos quieren acabar con esta costumbre porque supuestamente destruye la motricidad fina-. Pero el niño en sus primeros meses y debido a la inmovilidad, usa sus ojos para absorber todo, para conocer el mundo.

Los indígenas desarrollan una percepción extraordinaria. Yo mismo crecí cerca de un indio sencillo y sabio, Don Eugenio Conde, que podía predecir la lluvia, la enfermedad de las plantas, la mejor oportunidad de sembrar y cosechar. Para él, todas las cosas tenían una personalidad, un estado de ánimo. Me hablaba de las montañas como si éstas estuviesen vivas. Les otorgaba virtudes y defectos humanos. Las montañas, me decía Don Eugenio, a veces están de mal genio y no quieren que nos acerquemos. Otras veces nos invitan, nos llaman, nos acogen. El insistía que hay que guardar la armonía con la naturaleza, mirarla con respeto, y acercarse a ella con humildad.

Observación, intuición, más que mágicos poderes o secretos místicos.

Los occidentales necesitamos aprender a callar, a mirar, a ver con el sentimiento, a intuir. Y por supuesto, a ser más solidarios.

– Es frecuente que los indígenas crean en la inevitabilidad de las cosas -dice Marianita-. Se resignan y bajan la cabeza. Son fatalistas. Por eso, hay que alimentarse de las dos vertientes, del carácter activo, emprendedor, astuto del español y de la sensibilidad, el silencio, la humildad, la intuición del indígena.

Explosión freática del volcán Pichincha y Quito en octubre 7 de 1999

Quito, Ecuador

Salen de la barroca iglesia de San Francisco en Quito los flagelados, los crucificados, los penitentes descalzos con el rostro cubierto y las batas funerarias, los devotos que cargan las pesadas andas. El rosario por los altoparlantes parece una súplica a un Dios distante y moribundo. Es Viernes Santo. Finales de milenio. Y es difícil saber en qué siglo estamos. Parecen ritos medioevales.

Hay una fe sincera y que toca la esencia misma del pueblo. Conmueve la  severidad del rito.

En Chile, en Argentina, en los Andes bolivianos, peruanos y ecuatorianos. En Colombia y Venezuela, el catolicismo es el elemento cultural que se repite de manera más consistente.

No es solo una religión. Es una manera de pensar, una expresión de la cultura.

Las manifestaciones son diversas. Las comunidades indígenas beben chicha y bailan en círculo para celebrar a la virgen, los habitantes de Chiloé lo hacen con mucha mesura y formalidad, y los de Paucartambo, Cuzco, le lanzan flores y le cantan tristísimas canciones en quechua.

Claro que las grandes ciudades se van volviendo agnósticas y desentendidas y adoptan crecientemente los valores ateos del mundo desarrollado.

Pero hasta hoy, es imposible comprender a Latinoamérica sin adentrarse en las sutilezas y resonancias de lo católico.

Comenzó a temblar la tierra, este instante. Estoy en mi casa, en el sexto piso de un edificio en Quito. Sigue. Retumba la tierra con un sonido grave y sordo.

Debo salir a la calle. Esto se puede convertir en un terremoto…

(Horas más tarde)

Desgraciadamente las noticias anuncian que ha ocurrido un terremoto en Bahía de Caraquez, en la Costa ecuatoriana. El 50% de las casas han sido destruidas. La televisión muestra el desconsuelo de los damnificados.

Les queda muy poco. Tal vez la fe. El coraje, la amistad.

Pienso en las grandes tragedias vividas en Los Andes, en el carácter precario de esta tierra, de estas montañas que están en continua formación.

El terremoto del sur de Chile de 1960, el más grande de la tierra desde que se cuenta con instrumentos de medición; el terremoto de Huaraz (Perú) y la destrucción del pueblito de Ancash en 1966; la erupción del Nevado del Ruiz en Colombia que hizo desaparecer a treinta mil personas en Armero. Los terremotos de Caracas, Quito y Santiago.

El terremoto de Popayán (Colombia), ocurrido en un Jueves Santo, y que se sigue rememorando todos los años en las lúgubres procesiones de Semana Santa.

Tal vez la religión nos ayuda a combatir la ansiedad de vivir sobre una tierra que continuamente tiembla bajo nuestros pies.

Plaza de Bolivar en Bogota

Colombia

La situación social cambió poco con la República, en parte porque las élites locales no estaban listas a adoptar las tesis liberales y democráticas que inspiraron a los líderes independentistas. Debieron pasar algunas décadas, incluso un siglo, para que el triunfo armado de los grupos progresistas sobre los conservadores imponga el libre sufragio, el estado laico y la igualdad de todos ante la ley. Las guerras civiles que enfrentaron a conservadores y liberales se manifestaron en toda la región, pero tal vez en ningún país con la virulencia de Colombia.

Mi bisabuelo, Antonio Vega Muñoz, general de los ejércitos conservadores del Ecuador durante la guerra civil de principios de siglo entre los terratenientes de los Andes y los liberales comerciantes de la Costa, murió en un extraño incidente cuando mi abuelo tenía ocho años.

Mi abuelo vivió su vida entera con un resentimiento y una amargura insuperables. Sólo minutos antes de morir pudo perdonar a los que asesinaron a su padre.

Cuando pienso en Colombia y en la violencia intestina que ensombrece a uno de los países más ricos y bellos de los Andes, recuerdo la larga historia de guerras civiles, de enfrentamientos fratricidas, que se prolongan hasta hoy gracias a una suma interminable de rencores, resentimientos y venganzas.

Alguien mata a mi hermano y yo debo vengar su muerte. A mi hijo, a mi mujer.

Y así sucesivamente, en un círculo vicioso.

En una espiral de violencia.

Me asusta el fraccionamiento que observo en Colombia:

Los guerrilleros, tratando de captar el poder con diversas agendas políticas.

Los paramilitares y las juntas de autodefensa, creadas por los terratenientes para defenderse de la guerrilla. Ya fuera de control.

Los militares asustados, corriendo peligro, con el dedo siempre en el gatillo.

La mafia de la coca, defendiendo el negocio más lucrativo del planeta.

Y la población civil, ajena en su gran mayoría a las agendas de los grupos armados, sufriendo el miedo y la desolación.

Los españoles vinieron a América con un claro sentido de la organización gremial. Desde la colonia se formaron grupos de presión o de interés: el gremio de los escribanos, de los artesanos, de los pequeños comerciantes, etc.

El poder de los gremios sigue siendo asombroso en todo el Continente: los mineros pueden hacer peligrar la estabilidad de Chile o Bolivia, los educadores provocar cambios políticos en Argentina, los ya casi desaparecidos Sendero Luminoso dejar a Lima en tinieblas, los indígenas o los transportistas pueden bloquear todas las carreteras del Ecuador, y los trabajadores petroleros poner a Venezuela de rodillas.

Los grupos, los sindicatos, los partidos, las cofradías se vuelven muy poderosos y miran sólo su propia conveniencia.

Y se está produciendo una radicalización dramática de intereses, la que permite, por ejemplo, que los trabajadores ecuatorianos de la Seguridad Social exijan condiciones para si mismos que dejarían a millones de asegurados sin cobertura, o que llevan a los guerrileros o paramilitares colombianos a pretender imponer a toda la población del País sus tesis políticas.

Es peligrosísimo cuando alguien cree tener toda la verdad.

Se ha constituido un verdadero egoísmo, ya no personal, sino de grupo.

En este sentido, incluso la solidaridad familiar -uno de los bastiones de la sociedad latinoamericana- puede ser desastrosa cuando se beneficia a la familia a costa del respeto por los otros, por el ser humano.

A la pregunta de por qué surgió una de las mafias más poderosas del mundo en Medellín, fue ésta la respuesta más convincente: «porque los paisas somos muy emprendedores y tenemos un sentido familiar muy arraigado. Los que tienen posibilidades les dan a sus familias una buena vida. Los que no, están dispuestos a hacer cualquier sacrificio para mejorar las condiciones de los suyos. La familia es más importante que la ley».

¿Y por qué hay tanta violencia en Colombia? le pregunto a Papá Giovanni -un líder comunitario- con quien nos reunimos a tomar unas cervezas en Barrio Triste, uno de los lugares más deprimidos de Medellín.

– ¿No lo ve? Hay violencia porque hay tanta pobreza.

Baile improvisado en Barrio Triste, en Medellín

Medellín, Colombia

La mujer es el héroe desconocido de Latinoamérica.

Más arraigada, más concreta y práctica que el hombre, lleva adelante las tareas cotidianas y es la base de la estructura social.

Cuida los hijos y administra el dinero, casi siempre escaso.

García Márquez, el nobel de literatura colombiano, pinta un retrato muy exacto de la mujer latinoamericana. Mientras los hombres vamos por el mundo dados a la aventura y a la ensoñación, a las empresas imposibles y a los grandes descubrimientos, legado de los aventureros españoles, las mujeres son como árboles, sólidas, prácticas, previsivas.

Recuerdo a la india peruana que arrastra de vuelta a casa a su intoxicado consorte, y a la empleada de mis padres en Quito, doña Cristina Anchatuña, quien me vio crecer, y que siempre acaba pagando los desatinos de su irresponsable marido y financiando con su trabajo la vida de sus hijos mayores de edad. Pienso en la esposa del pescador de Chiloé. Y en mi amiga Lucía, divorciada, y que está sacando adelante a su hija.

Mujeres de todas las clases sociales.

Recuerdo a Pepita Restrepo y su hija María José, en Medellín. Mis queridas amigas.

Pepita trabaja incansable en su estudio casero haciendo ponqués. El ingreso de su esposo no basta. La situación económica en Colombia es difícil. Y María José ha establecido una pequeña empresa, una exitosa compañía editorial.

Hay una enorme reunión de la familia de Pepita porque llegan las tres hijas californianas de su hermano Mariano, separado en EUA. y recientemente reestablecido en Medellín.

Cristina, Berta Luz y Catalina parecen desconcertadas. No hablan español y pienso que jamás habrán visto una familia de casi cien personas. Mariano, su padre, se deshace en atenciones. Catalina quien cumple 16 años recibe regalos y felicitaciones de una serie de parientes en todos los grados reconocidos. Todos conversan apasionadamente, hay ruido, fiesta, algarabía.

Comienza la música vallenata, afirmación musical de que estamos ya cerca del Caribe. Bailan todos, viejos y jóvenes, sin distinción.

Pepita me señala en la fiesta a las mujeres -jóvenes y mayores, casadas, separadas, abandonadas o divorciadas- que están sacando adelante a sus familias; son más de una docena.

Procesión de semana santa en Popayán, Colombia

Los Andes colombianos

Al extremo sur de Colombia, en el nudo de Pasto -un extraordinario macizo retaceado por profundísimos cañones, abismos y alturas colgantes- la Cordillera de los Andes se divide en tres ramales, tres cadenas montañosas autónomas.

Si a Ecuador le basta con su dramático valle de los volcanes y sufre de manera intensa los regionalismos y las dificultades de comunicación, imaginémos por un momento lo que esta profusión de desniveles significa para Colombia. Para viajar, por ejemplo, de Bogotá a Medellín, las dos ciudades principales, es necesario subir desde la fría y lluviosa planicie en que está asentada la capital para remontar la Cordillera Oriental, bajar hasta el valle del Río Magdalena a casi el nivel del mar, subir la Cordillera Central penetrando en los temperados territorios de la zona cafetalera, bajar a la cuenca del río Cauca, y subir por última vez a los valles templados aledaños a la verde y sombrosa ciudad de Medellín.

Es una montaña rusa, excepto que en este lunático parque de la geografía, tenemos que arroparnos y desarroparnos ante los caprichos de la Cordillera. Cualquier recorrido dentro de territorio colombiano implica vivir toda la gama de alturas y temperaturas, y estos extremos cuentan con un paralelo cultural igual de diverso.

Colombia no tiene dos regiones que compiten por la supremacía, como en el caso ecuatoriano o boliviano, no, Colombia tiene media docena de zonas climáticas y culturales perfectamente definidas.

Para hacer las cosas más complicadas, la población de Colombia es la más diversa del Continente: descendientes de esclavos negros, de inmigrantes europeos y asiáticos, de indígenas caribes o alto andinos, y todos estos grupos, aún más mezclados racialmente que en ninguna otra parte.

Colombia es probablemente el país que mejor sintetiza la diversidad de Sudamérica. Una fórmula explosiva.

Simón Bolivar, el Libertador, fundó la Gran Colombia, un extenso país que comprendía los territorios de los actuales Ecuador, Colombia, Panamá y Venezuela. La entidad política apenas sobrevivió ocho años ya que Bolivar cometió el error esencial de pretender concentrar el poder en la capital, Bogotá, en lugar de optar por un estado federal que distribuya la carga de obligaciones y derechos a las capitales locales. Un estado unitario resultó aún más inconveniente dadas las distancias y las dificultades de comunicación: un simple trámite implicaba un viaje inaudito a la capital.

Por supuesto, la construcción de carreteras de primer orden en las últimas décadas ha significado que las dificultades de transporte dentro de la Cordillera se han hecho mucho menores o han desaparecido.

Llevar hace cien años un piano a Cuzco, Perú, podía tomar varias semanas desde Lima y el trayecto se hacía con frecuencia, cuando los objectos eran delicados, a lomo de indio. El transporte de la maquinaria para las minas de estaño de Bolivia implicaba cruzar toda la pampa argentina en mulas, navegar los ríos del Paraguay, y finalmente, a pulso de centenares de hombres, remontar la Cordillera. El trámite podía tomar meses y docenas de vidas.

Los automóviles y aviones tienen la virtud de aislarnos de la geografía. Nos olvidamos de todas las barreras y el camino se vuelve secundario frente a la meta. Casi siempre estamos apurados, angustiados por llegar, sin caer en cuenta que la vida se vive en el andar cotidiano.

Pero el camino no es secundario para un campesino de Bolivia, Ecuador o Colombia que no tiene otra opción sino caminar para llegar a su parcela. Cada paso, cada hora en el espacio extremo de la montaña, cada día, y cada noche de campamento es parte de la vida cotidiana. El campesino no está desesperado por llegar porque sabe que la distancia es inevitable. Del mismo modo en que los inmigrantes del siglo XVI preparaban su ánimo para viajar por meses, o mis bisabuelos organizaban un séquito para cargar los baules de equipaje y bajar en una semana a Guayaquil, el caminante acepta el inevitable poder de la montaña.

El poder de la transformación vertical, origen de la diversidad ecológica más extraordinaria.

Afirman los biólogos que debido a la cantidad de pisos ecológicos en  distancias horizontales tan pequeñas, las laderas amazónicas y costeras de Los Andes, desde Bolivia hasta Venezuela – en la franja tropical-, guardan el más importante legado biológico del planeta. Una herencia en peligro ante el avance arrollador de la incivilización humana.

Luis Andrés Pérez Mendoza con su sobrinita y novia en Mérida

Andes venezolanos

Los Andes son una pincelada de frío en el corazón ardiente de Venezuela. Un ramal angosto de la Cordillera Oriental de Colombia se introduce en territorio venezolano para llegar empequeñecida y con otro nombre a la misma ciudad de Caracas.

Verde, un verdor absoluto y sin tregua. Los pasos cordilleranos, esas abras naturales por las que se construyen las carreteras, son ahora ventanas para mirar los llanos o el Golfo de Venezuela.  Incluso a 3.700 metros de altura, en el mágico pueblo de San Rafael de Mucuchíes, se puede percibir la cercanía del Caribe. La gente llena los espacios, es cálida, se toca, se abraza, ríe con intensidad y abre las puertas al forastero con total convencimiento.

El artista Juan Félix Sánchez

Difícilmente olvidaré una pequeña fiesta popular en Mucuchíes, Mérida. Los jóvenes de piel blanca, blanquísima, descendientes de agricultores ibéricos, se miran de un extremo a otro de la calle, primero con mucha timidez. La música tropical comienza y el hielo se rompe. El ritmo repetitivo y alegre enlaza las manos y las miradas. Se baila hasta la madrugada, con ansiedad, hasta que la niebla de la altura envuelve sin remedio la calle.

El aire es frío y húmedo y puedo respirar en paz.  Me doy cuenta que la tensión de viajar por los caminos de Colombia, con todas las amenazas reales e imaginarias me ha desgastado, y que en estos Andes, menos monumentales que los del vecino, me siento finalmente libre de miedo.

En Colombia no hay tanta violencia como los medios de comunicación le hacen pensar a uno. La gran mayoría estudia, trabaja, comparte, ama, celebra. Es un pueblo valiente, cálido, dadivoso. Pero siempre hay un miedo indefinible que debilita y ensombrece.

Todos los amigos me dicen que debo conocer al artista Juan Felix Sánchez, que él es el símbolo viviente de Los Andes venezolanos. Es un viejo delicioso, de noventa y pico de años, con una mente lúcida. El prototipo del campesino andino.

– Jovencito periodista,

me dice

– Yo he vivido la vida con mucha intensidad y me falta muy poco tiempo para dejarla. Acostúmbrate a abrir los ojos cada mañana con alegría, da gracias por la amistad, la familia, por la risa compartida, por los campos fragantes y este aire limpio de las alturas. Y recibe la noche en paz y silencio.

Don Juan Felix se ríe con una risa profunda, interior, que implica hasta el último poro de su existencia.

Tuve la suerte de conocerlo antes de que la muerte le convierta en un figura de culto popular. Ahora veo su rostro sonriente en artesanías, esculturas de tamaño natural y murales por todo Venezuela.

Cerca de la casa del artista está la Laguna de Mucubajíes. Es un espejo perfecto de tan calmas sus aguas. Lanzo una piedra redonda y espero: las ondas se dispersan, el extenso lago pierde en pocos minutos la capacidad de reflejar las montañas. Recuerdo al cuidador del cementerio que me había dicho horas antes que si uno solo de los muertos de su pequeño camposanto no hubiera llegado a trabajar en esas tierras andinas, su pueblo sería diferente.

Felix Caraballo, vive en la Vega, uno de los barrios más populosos de Caracas. El dice que por primera vez un gobierno «habla con los pobres, los reconoce». La mayoría de los pobladores de La Vega está con Chávez.

Caracas, Venezuela

Después de dejar cálidos afectos en las alturas de Mérida llego a Caracas. Es una ciudad moderna, vibrante, pero con contrastes sociales inimaginables. Era una de las más ricas del Continente, capital del mayor país petrolero. Años de crisis económica la han convertido en una urbe con agotadas pretensiones de lujo. A veces pienso que los lugares también se cansan de mantener una apariencia impecable y digna, y con el tiempo se contentan con la decencia, luego con el decoro, y acaban en la afirmación nostálgica del descuido acumulado durante varios lustros. Los grandes edificios y autopistas de los años setenta ya no tienen el brillo de antaño. La ciudad está agobiada por las pobres lomas de pobres.

En todas las grandes ciudades como Caracas, las residencias en los barrios elegantes tienen muros altos y apenas se conocen los vecinos. Qué diferentes son los pequeños pueblos de esta larguísima Cordillera, donde los vecinos comparten la vida diaria. La plaza principal, esa españolísima válvula urbanística, es el corazón de cada comunidad: allí se reúnen los pobladores en un sencillo rito de humano intercambio.

La riqueza construye ciudades solitarias, desarticula la comunidad, logra que el bienestar del yo reemplaze el lujo de compartir.

Subo a 2.300 metros en el Avilá, esa montaña estupenda parte de la Cordillera de la Costa, que guarda la ciudad de Caracas de la brisa marina, y veo por un lado un mar interminable de luces, y por otro, el brillo hipnótico del Caribe.

Remontando ese horizonte tras el que se esconden innumerables barcos, están los Estados Unidos, nuestro vecino del norte. Su gente no nos conoce, no nos entiende, no sabe de nuestra fantástica diversidad ni comprende las resonancias de nuestra historia o geografía.

Somos vecinos distantes, nos separa un gran muro de indiferencia. Los estadounidenses se llaman a si mismos americanos y no se dan cuenta que también nosotros lo somos. América va desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Fuimos educados con ese convencimiento.

La tarde se sumerje en las aguas tropicales. Tres años y medio después de ese primer día en la Patagonia de mis sueños, termino mis múltiples viaje por la Cordillera de Los Andes.

Las luciérnagas pintan el crepúsculo con su repetitiva intermitencia. Se iluminan fugaces, vencen la oscuridad y desaparecen en ella y la vuelven a vencer. Como las vidas de cientos de millones de indios, blancos, negros, mestizos y mulatos que construyeron este Continente, y que ahora son simplemente americanos.

México DF, Agosto 18 de 1998