Camboya
Fotografías y texto por Pablo Corral Vega
Las aguas del río Tonle Sap parecen inmóviles. El río no tiene prisa. Es la ciudad de Phnom Penh, la que pasa junto al río. Pasan los pescadores con su preciada carga, las barcazas cruzan sin descanso las aguas color chocolate, las canoas llevan a los turistas a conocer las islas y los pueblos ribereños de minorías musulmanas y vietnamitas. La gente se congrega a lo largo del malecón, una avenida construida sobre un imponente dique que en la estación de lluvias apenas contiene al río: entonces, se infla como una hambrienta fiera.
Al caer la tarde numerosas familias disfrutan de un picnic a la orilla del río. Los puestos de venta ofrecen pescado ahumado, pescado a la parrilla con salsa de maní, tiritas de carne a la brasa, arroz blanco mezclado con una pasta de pescado ligeramente fermentada, o unos guisos de fideo de arroz -khao phoune- con agua de coco, menta, limón y jengibre, pero sin el picante que se acostumbra en Tailandia. Al lado de la pagoda están las vendedoras de lotos e incienso -ofrendas para el sonriente Buda-, y varios descamisados ofrecen unos frágiles pájaros de color pardo que los fieles dejan en libertad para limpiar su karma. Las adivinas quieren atrapar el esquivo destino bajo sus tenues lámparas de aceite, los monjes quinceañeros, rapados y vestidos con largas túnicas de color naranja escuchan boquiabiertos a la cantante rock de moda, y las parejas se abrazan disimuladamente entre la muchedumbre que ha reunido el encantador de serpientes.
Camboya es, sin duda, uno de los países que más ha sufrido. Indochina ha estado en conflicto por siglos, con breves paréntesis de paz. Pero el capítulo que vivió a partir de 1970 -primero al verse involucrado en la guerra de Vietnam, y luego, bajo el régimen genocida de los Khmer Rouge, que asesinó a un tercio de la población- ha dejado una marca profunda. Es común ver a gente mutilada. El daño sicológico es más difícil de percibir, pero basta escarbar la superficie para descubrirlo.
Recuerdo una tarde con un viejo encantador, llamado Sen Phon, en el pueblo de Jummik. Con él conversé largamente sobre el régimen de Pol Pot. Los más idealistas, aquellos que querían construir una sociedad justa, igualitaria se convirtieron, con el poder, en monstruos. Sen Phon me cuenta: “Lo que los Khmer Rojos hicieron es dar poder a los marginados, a los resentidos, a los más ignorantes; muchos estaban inspirados por la venganza. El rico o el que venía de la ciudad era el enemigo. El médico, el profesor o el artista era el enemigo. El que hacía el más mínimo reparo al marxismo era el enemigo. El que no comía la sopa de arroz con gusto -un kilo para cuarenta personas- y agradecía por ella era el enemigo. El que no trabajaba hasta romperse el espinazo era el enemigo. El que se dormía en las charlas nocturnas de adoctrinamiento comunista era el enemigo. Solo el mudo, el ignorante, el obediente ciego tenía derecho de vivir”.
Le pregunto a Sen Phon quiénes eran los asesinos y me responde “eran gente muy normal como tú y yo, pensaban que si ellos no mataban primero, alguien les iba a matar. Pero básicamente era gente perfectamente normal. Tal vez la característica que puedo resaltar en los soldados más fanáticos es que eran muy jóvenes, incluso niños – y los niños son los más crueles de todos porque no pueden ponerse en el lugar del otro, pensar en el sufrimiento del otro-. Ellos pensaban que todo abuso estaba justificado porque finalmente se iba a construir una sociedad justa”.
Sen Phon, con su pelo blanco y desordenado, sentado en cuclillas, me mira y suelta una carcajada sonora. “Es que luego de pasar todo un día contigo me he dado cuenta de que aunque no entiendo nada de lo que tú dices, ni tú, lo que yo digo” -traduce mi amigo Peter- “tú y yo nos reímos en el mismo idioma”. Otra carcajada deliciosa, “¿!ves lo bien que me río en español?¡”, “me río con bendito abandono” .
“¿Y ves lo bien que me río yo en Khmer?” le digo agradecido, profundamente agradecido.
¡Qué horrores se han cometido en nombre de la justicia, de la religión, de la paz! El camino es tan importante como el fin. Cuánta falta nos hace sonreír, dialogar, compartir. El camino a la paz se construye con actos mínimos y concretos de buena voluntad. ¿Cuántos pájaros pardos necesitaremos dejar en libertad para recuperar la bondad?