Del asombro de la luz al vaivén de la ciudad
—¿Alguna imagen que hable de la infancia?
—Un niño jugando solo. La luz entrando por la ventana y el polvo que se convertía, en mi imaginación, en un universo: estrellas diminutas flotando en la galaxia. Desde ahí en adelante la luz sería mi compañera. Yo era un niño de esos que juegan solos. Me perdía en mis juegos y fantasías. Solo, porque soy el menor de cuatro hermanos (Felipe, Cristóbal, María Eulalia, Pablo) pero me separan doce años de mi hermana mayor. Además de solitario, era chiquito y paliducho, pero muy mandón. Estudié en el colegio Spellman primero y, por esos adjetivos que he mencionado, sufrí mucho: era el más pequeño pero quería decidir a qué y cómo debían jugar los otros niños; entonces, no pocas veces llegué con algún ojo morado a la casa. Ahí estuve hasta el cuarto grado.
—¿Un niño que no tenía amigos?
—Era, digamos, un nerd, pero sí, sí tenía amigos. Mi mejor amigo de niño era Andrés Páez. Luego me cambiaron al colegio Alemán. Ahí estaba mejor: si bien era un colegio rígido, ponía mucho énfasis en la creatividad. Digamos que era el paraíso porque, además, en el colegio Alemán había chicas (risas). Todo era felicidad hasta que llegó un profesor alemán, el señor Brenner, con quien empezaron mis problemas. No era buen estudiante… pero sobreviví. Ahí encontré a mis amigos, con quienes me llevo hasta hoy.
—¿Cuándo llegó la primera cámara?
—En Navidad de 1972. Me la regaló mi padre cuando yo tenía cinco años. Era una Kodak Instamátic. Estaba tan feliz que tomaba fotos de todo: de la familia, de los vecinos, de las gallinas que teníamos en el jardín de la casa. Por cierto, en esta misma casa, en la San Javier. Luego mi padre me regaló una Pentax KX, que era una maravilla. Mi hermano Cristóbal, también fotógrafo, me enseñó mucho. Teníamos un cuarto oscuro en casa, para revelar (como si hablásemos de la prehistoria: en ese tiempo, se revelaban las fotos). Las primeras mejores fotos las hice cuando iba con mi padre a pescar. Íbamos juntos a la montaña. Él pescaba y yo tomaba fotos, escudriñaba en el paisaje, me enamoraba del mundo, me emocionaba. La cámara se convirtió en una licencia para un niño tímido: me permitió acercarme a los otros, retratarlos. Y también me permitió asombrarme con las cosas del mundo.
—¿Qué es la fotografía?
—Es el presente, porque el fotógrafo debe estar ahora, en este instante, ni antes ni después… en el presente. La fotografía se ha convertido para mí en una forma de meditación, gracias a ella me desconecto de todo, de las preocupaciones, de los dolores y ansiedades, y simplemente estoy donde estoy. Soy muy agradecido con la fotografía porque me regaló el mundo.
—¿Y qué es la fotografía hoy?, pues ahora se toman más fotos que nunca y ya no se hacen álbumes fotográficos… es más, ya no se guarda memoria alguna.
—Hoy la fotografía es un lenguaje. Cumple un rol similar a la palabra. Nos sirve para compartir experiencias y dialogar. Ahora se fotografía todo: lo que comemos, lo que hacemos, la lista de las compras, nuestra felicidad pretendida o real. Con la fotografía ha pasado algo similar a lo que ocurrió con la invención de la imprenta. Escribir y leer, antes de la imprenta, era asunto de unos pocos. Luego se democratizó y la palabra escrita se convirtió en herramienta para todos. Con la fotografía ha pasado lo mismo: ahora todos somos capaces de usarla para comunicarnos. Basta el teléfono para retratar a nuestros amigos. En ese camino, los fotógrafos profesionales nos hemos quedado sin piso…
—¿La fotografía igual que las palabras?
—Sí. Las palabras que usamos para comunicarnos, el lenguaje cotidiano, es efímero por naturaleza. Hay palabras que tienen una intención literaria, que se vuelven poesía o narrativa, y solo aquellas tienen el propósito de permanecer. Igual pasa con la fotografía hoy. Se ha convertido en una herramienta para la comunicación. Ya no se guarda, ya no sirve para recordar. Hay algunas imágenes que tienen una intención artística o documental, o que se convierten efectivamente en testimonio de nuestra vida. Solo estas tienen la posibilidad de permanecer.
—¿Fotógrafo o fotoperiodista?
—Yo estudié Fotoperiodismo. Es decir, aprendí a ir contando historias a través de las imágenes que captaba con mi cámara. No he tenido una intención artística en la fotografía: mi intención ha sido periodística y documental.
—¿Cómo fue eso de estudiar Leyes?
—Me fui a un intercambio estudiantil en California al terminar el colegio. Al volver, ya estaba inscrito en la Escuela de Derecho. Mi padre tenía esa ilusión: que trabaje con él en su estudio jurídico y me había inscrito. Yo no lo sabía y, claro, me enojé con él. Recuerdo que me dijo: “Si no te gusta, lo dejas”. Pasaron dos años y le dije que, en efecto, no me gustaba. Y él me dijo: “Termina, ¡ya te falta tan poco!”. Así fue como terminé y me gradué de abogado. Trabajé con mi padre en su estudio. Tenía una maravillosa vista de la ciudad de Quito. Yo lo único que quería era tomar fotos y, en lugar de eso, pasaba el tiempo constituyendo compañías y redactando escritos.
—Y el padre… ¿decepcionado?
—En un principio. Pero no solo que luego aceptó la idea sino que se sintió orgulloso. Recuerdo cuando vino mi jefe de National Geographic, Kent Kobersteen. Fue a casa, habló con mi padre, le dijo que debía estar muy orgulloso. Y lo estaba, sin duda. A la final, no me arrepiento, me sirvió mucho. Hoy, en mis tareas en el Municipio de Quito, me es muy útil saber leyes.
Pablo Corral es autor de siete libros de fotografía: Tierra desnuda, Paisajes del silencio, Ecuador, De la magia al espanto, Veinte y cinco, Jardines silvestres y Andes. Inspirado en la fotografía de este último libro —publicado por la National Geographic Society— Mario Vargas Llosa escribió veinte cuentos cortos.
—¿Cómo fue esa historia?
—Nos vimos en Washington, en la National Geographic. Él daba clases en Georgetown. Nos presentaron, vio mis fotos y así nació esa idea. Fue una colaboración muy grata. No fue un trabajo de un día para el otro. El proyecto tomó casi dos años. Puedo decir que es un hombre sencillo, sensible y directo, de aquellos que no tienen pelos en la lengua, que dicen lo que piensan. También es una persona muy respetuosa y afectuosa. Vargas Llosa escribió sus microcuentos inspirado en mis fotos. Hay una que me gusta mucho: “El sueño de Ícaro”: una foto tomada en la frontera que separa Bolivia y Chile, donde se ve a dos militares saltando, como si el tedio los hubiera convertido en pájaros.
Durante la entrevista hablamos de la adversidad y de cómo esta se vuelve motor de otras cosas. Así, por ejemplo, cuenta de su hermano Felipe y de cómo este se volvió una presencia importante en su vida…
—Mi hermano Felipe murió cuando tenía cinco años. Él tenía veintiuno. Fue a dormir y no despertó (tuvo un aneurisma cerebral). Yo, que vivía sintiendo toda clase de espíritus y de presencias, me sentí protegido por él, como si tuviera un guardián en el otro mundo, un aliado junto a mí, un compañero invisible que me acompañó mientras mi madre, devastada, quedó sumida en la tristeza.
—A la hora de contar historias, ¿de qué tipo te gustan?
—Me inclino por las historias llenas de misterio y nostalgia. Creo que tengo una fascinación por la saudade, por los amores imposibles, por la manera en que las personas se conectan y se desconectan.
—¿Qué hay con la escritura?
—Me encanta escribir, pero soy un gran cobarde porque para escribir hay que desnudar el alma. Creo que en otra vida sería escritor en lugar de fotógrafo. Algún día escribiré una novela, la que mi madre hubiera querido escribir; eso quisiera. Le he dado vueltas varias décadas, pero siempre tengo algo más urgente. Soy un cobarde. Es más fácil esconderse detrás de la cámara o de la gestión cultural.
—Revisando tu portafolio hay dos homenajes, uno al tango y otro a Gabo. ¿Qué te viene a la cabeza ahora al pensar en esos dos pretextos?
—Para el tango me sumergí en la nostalgia de Buenos Aires. Creo que buscaba ese recuerdo persistente de mi madre tocando tangos en el piano de mi casa. Me encontré con un mundo triste donde los personajes se abrazan y bailan para no naufragar. Al Gabo lo conocí poco, solo pasé unos días con él y su familia más cercana, viajando por el norte de México. Mi héroe literario, el titán que pobló mi imaginación cuando yo era un jovenzuelo, era un hombre irreverente y divertido, un gran mamagallista, como él se describía a sí mismo. Tuve la suerte de reír mucho junto a él, de escuchar sus historias, de cantar con él corridos y rancheras. Me invitó a pasar unos días en su casa en el DF y no acepté pensando que habría otra oportunidad.
—¿Qué lees?, ¿qué te inspira?
—En cosa de lecturas soy bastante ecléctico, pero por supuesto hay autores que me han marcado. Creo que el colegio Alemán marcó también mis gustos literarios. Entre mis poetas de cabecera están Rabindranath Tagore, Robert Frost, Omar Khayyam; entre los ecuatorianos, Jorge Carrera Andrade; entre los novelistas, Alejo Carpentier, Faulkner, Thomas Mann, Milan Kundera, Albert Camus, Selma Lagerlöf. También leo mucho ensayo; entre los pensadores citaría a Martin Buber, Joseph Campbell, Carl Jung, Wendell Berry, Miguel de Unamuno…
—¿Quiénes han influenciado en la fotografía?, ¿a quiénes admiras?
—Se me vienen estos nombres: Wynn Bullock, Joel Meyerowitz, Ernst Haas, William Albert Allard, Graciela Iturbide…
—¿Cómo llegas a la burocracia?
—Eso viene de algo muy personal. De alguna manera se abrió ahí una puerta en un momento complicado. Hace cuatro años un accidente de tránsito cegó la vida de Carolina Hidalgo Vivar, la persona más querida y cercana que yo tenía en el mundo y quien fuera mi novia durante siete años. No éramos pareja en el momento del accidente, ella tenía novio y estaba rehaciendo su vida. Fue el día más doloroso de mi vida. Yo estaba, como siempre (lo recalca, con algo de enojo consigo mismo), viajando. Había ido aplazando asuntos de mi vida personal, por el trabajo, por los viajes incesantes. Me escribió un mensaje unas horas antes del accidente, que jamás pude responder. Ella era arquitecta del paisaje y urbanista y tenía mucho amor por la ciudad… Acepté la propuesta que me hiciera el alcalde Rodas, a quien no conocía, como una manera de estar cerca de los sueños de Carolina y de enfrentar la depresión por la que estaba pasando. He sido gestor cultural, editor de libros, nunca me ha sido ajeno el tema cultural, así que acepté la propuesta que me ha permitido hacer algo por la ciudad. Necesitaba cambiar mi estilo de vida y acepté el reto.
—¿Y… cómo lo llevas?
—Creo que he aprendido muchísimo. Como decía antes, la conscripción… pero es una experiencia por la que todos deberíamos pasar. Es difícil y hay toda clase de dificultades. Tal vez la mayor es la carga administrativa, el tema de la contratación pública, que es un dolor de cabeza. Es un sistema hecho para la construcción de carreteras… pero no para la gestión cultural. Y luego, por el mismo tema: hay muchas susceptibilidades en el mundo cultural quiteño. No sabía en lo que me metía, pensé que sería un trabajo más creativo y menos burocrático. Ha nacido en mí una nueva pasión que tiene que ver con la regeneración urbana, con pensar la ciudad, con la celebración de nuestra diversidad y la defensa de los derechos culturales. Me he enamorado del trabajo.
—¿La burocracia no riñe con la ética?
—Digamos que he tenido constantes dilemas éticos. Por ejemplo, en una de las exposiciones organizada en el Centro Cultural Metropolitano: La intimidad es política, se había colocado una obra de la que yo no tenía conocimiento y que, en lo personal, me parecía ofensiva para los cristianos. Por principio no estoy de acuerdo con la censura y creo que incluso las personas que tienen mensajes extremos tienen el derecho de expresarse. Se trató del mural “El milagroso altar blasfemo”. Decenas de miles de personas querían que se borre el mural, y fuimos también acusados de afectar el patrimonio. A raíz de las denuncias se cerró unos días para evaluar el tema de la afectación patrimonial. Apenas fue posible di la orden de que se reabriera al público como parte de las visitas integrales guiadas por la misma directora. Es lo que se hace en los museos del mundo con las obras polémicas, limitar el acceso y explicar. Logramos que no se censure. Todo el tiempo estamos frente a dilemas éticos, como tener que pagar a productores para poder hacer gestión cultural, simplemente porque no hay otra manera. He aprendido que lo justo para unos es injusto para otros. He aprendido que rara vez se puede contentar a todos. En realidad, tengo conflictos existenciales todos los días… pero, a la vez, el servicio público ha sido una experiencia enriquecedora.
—¿Ya no tomas fotos?, ¿tienes algún otro proyecto personal?
—Tomo fotos en los actos que organiza la Secretaría de Cultura del Municipio de Quito, para ahorrar el costo del fotógrafo (risas); por ahora estoy entusiasmado con el proyecto del Centro de la Memoria Social en Quito, mientras otros proyectos personales están… en alguna parte.
—Al principio de la entrevista decías que la luz ha sido tu compañera, ¿cómo combinas ahora la luz con tus tareas por la ciudad?
—Está la Fiesta de la Luz, que ha sido una de mis propuestas, un pretexto para enorgullecerse del patrimonio de la ciudad y para compartir la experiencia de la luz con los ciudadanos, compartir el asombro con los demás. Siempre me ha fascinado la luz pero también me han asombrado las palabras, las texturas, la forma en la que la gente se duele de sus muertos o se levanta de una tragedia. Soy un loco enamorado de la cultura, y estoy convencido de que ella nos da las coordenadas para navegar por un mundo complejo y con infinitas gradaciones de gris.
Publicado originalmente en Revista Diners, Edición 428 – enero 2018.
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