Jardines Silvestres

NOTA AL LECTOR

Lector querido, amigo, te invito a seguir el proceso que yo he seguido. Da la vuelta al mundo, abre este libro de abajo para arriba, deja que los detalles, que lo pequeñito, sea más importante que lo grande y majestuoso.

Tuve una bella maestra cuyo nombre fue Carolina Hidalgo Vivar. Ella me enseñó a ver el mundo con agradecimiento y ternura. He tratado de tomar estas fotos desde ese lugar.

Este es un retrato personal, personalísimo del Ecuador, de mi país, de mi tierra. He ido por sus caminos tratando de sanarme luego de la muerte de Carolina, tratando de encontrar una fórmula para convertir el dolor en belleza.

La naturaleza nos recuerda que la vida y la muerte están íntimamente entretejidas. Y que la vida esplendorosa, potente, llena de cimas y precipicios, es un precioso regalo que debemos celebrar con los que amamos.

Te invito a hacer un viaje imaginario de este a oeste del Ecuador, desde el corazón de la Amazonía, subiendo los flancos de la cordillera, pasando por las cumbres de los Andes y sus dulces valles habitados, bajando nuevamente al trópico, cruzando los mares hasta llegar a las Islas Encantadas.

Pero cuidado, este libro no está hecho de grandes vistas, son con frecuencia espacios pequeños que los ojos pueden acoger, paisajes humildes, jardines que la naturaleza ha inventado.

UN JARDIN PARA CAROLINA

¿Cómo se le habla a una persona que ya no está? ¿Qué palabras se usan? ¿Qué se le dice? ¿Cómo se hace para que nos escuche?

Carolina, chiquita, bonita, tú me escribiste un poemita humilde, así le llamaste. Este libro es mi “poemita humilde”.

Es humilde porque no sé qué lenguaje usar para llegar hasta donde tú estás, es pequeño porque no tiene alas para penetrar el misterio. Es el lenguaje que conozco mejor, pero estoy consciente de que es incompleto, inadecuado. Necesito decirte lo importante que eres para mí, agradecerte por todos los regalos que me diste.

Ahora, luego de meses de caminar despacio, de sentir, de mirar el persistente milagro de la naturaleza, comprendo que hacer este libro sobre jardines es en realidad un regalo más que tú me haces. Tu espíritu, tu memoria, me llevó a volandas a fotografiar lo más pequeñito, lo más sencillo. Fue un impulso avasallador, irresistible.

Estos jardines son un regalo que me haces, que nos haces.

Mucho amabas los árboles. Recuerdo ese samán centenario, enorme, junto a tu casa de Santo Domingo. Lo fui a visitar, se veía tan triste ahora que tú no estás, envuelto en la niebla, ligeramente encorvado, con unas barbas blancas y largas.

Tú sostenías que es imposible defender la naturaleza solo desde el pensamiento, que la conservación debe ser ante todo un acto de ternura.

Y tu tesis era sencilla pero contundente: “¿Ves mi samán, Palito, mi árbol tan querido? Los años le han convertido en un árbol importante y digno. Imagínate, más digno no puede ser, es la casa de tantos musgos, de tantas bromelias, de tantos helechos, de tantos pajaritos y tantos bichitos. ¡Ese árbol, a pesar de ser tan grande y de tener tantas arrugas, es mil veces más frágil que tú o que yo! ¡No puede defenderse! ¿Cómo no lo voy a ver con ternura?”

Les hablabas a los árboles con absoluta naturalidad. Y se te rompía el corazón cuando alguien los agredía. “Mira, Palito”, me decías, “mira, qué árbol tan guapo”. Para ti eran guapos los arbolitos y los jardines y los animalitos y los colibríes que volaban fuera de tu ventana.

Decías siempre que toda persona tiene derecho a la sombra de un árbol, al canto de los pájaros, al sonido del agua.

Amabas mucho la naturaleza. Por eso fuiste a Harvard a especializarte en arquitectura del paisaje. Te dolía la ciudad, la ciudad encementada, cuadrada, encasillada, en la que los árboles y los jardines eran apenas elementos decorativos, una ciudad en la que la gente más humilde no tiene acceso a la naturaleza, y los de más recursos se encierran en moles estériles y amuralladas.

Estabas trabajando en varios proyectos municipales. Tenías el mundo por delante. Tu mente estaba en ebullición, pensabas que debíamos invitar la naturaleza a la ciudad, darle un espacio primordial en nuestras vidas.

No, no es asunto solo de construir más y mejores parques, sino de borrar las fronteras artificiales entre lo silvestre y lo urbano. “Las quebradas de Quito son un milagro, guardan los últimos rastros de vegetación nativa dentro de la ciudad”, repetías una y otra vez. “Nuestra naturaleza no se parece en nada a los parques que construimos, queremos hacer parques italianos o franceses en una tierra que es una explosión de arbustos, un exceso de bromelias y helechos y musgos”. “Nuestra vegetación tropical es barroca, un desorden de verde y de agua…” “En el páramo lo diminuto, las florcitas microscópicas que se esconden del frío, en el trópico las hojas primordiales, primigenias”.

Y los parques, claro, deberían liberarse de esa estética europea, y llenarse de la ética desbordada de nuestra megadiversidad. Habría que derruir esas absurdas contraposiciones entre el parque y la ciudad, y entre la ciudad y la naturaleza.

Te horrorizaba cómo, en los programas de reforestación, se plantaban especies foráneas. Te dolían, por ejemplo, esos bosques de cipreses o pinos, tan postizos, en el corazón de los páramos. “Somos acomplejados, nos queremos parecer a Suiza o Canadá, y no hay mayor belleza que el humilde matorral de nuestro monte”.

“La naturaleza sana, Palito. La naturaleza nos enseña a mirar adentro, hacia lo profundo. Nos enseña el asombro y el agradecimiento”.

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Unas semanas después de tu muerte, en el momento más sombrío, te presentaste en un sueño, menudita, flaquita, delicada, con tu natural elegancia y tu manera tan dulce de sonreír: “Palito, tú no tienes el poder de saber lo que el futuro te va a traer, ni saber cuándo se van a ir las personas que más quieres. No puedes controlar todo lo que pasa en tu vida. El único poder que tienes es el poder de tu ternura, de tu bondad”.

¿El poder de mi ternura?… Yo nunca había visto la ternura como un poder.

Cometemos con frecuencia el error de pensar que las personas tiernas son frágiles, indefensas. Tú eras poderosa. Solo una persona poderosa puede transformar a quienes tiene alrededor de una manera tan profunda y definitiva.

Eras la ternura, usabas la palabra para arropar, para sanar, para celebrar, para respetar.

Los ecuatorianos tenemos el diminutivo en la punta de la lengua, tenemos en nuestra cultura una calidez que nos la están robando los intolerantes. No tomamos café, tomamos un cafecito. Tú usabas el diminutivo con un orgullo que jamás he visto en otras personas. Tenías una dulzura activa, orgullosa, convencida. Multiplicabas tu preocupación hacia todo aquel que veías frágil o desvalido, especialmente hacia los niños y las personas humildes. No era una suavidad melosa o autocomplaciente —aborrecías lo cursi—, sino una ternura esencial.

ALLA EN EL MONTE; MI JARDIN

¿Cómo se hace un jardín? Despacito, con cuidado, con enorme paciencia. Del mismo modo en que se construyen los afectos, del mismo modo en que una casa se va convirtiendo en un hogar. Así como las personas se van poniendo cómodas en nuestro corazón y un día deciden quedarse.

No hay nada mágico o automático, hacer un jardín requiere constancia. Primero se lo delimita, se le da una dimensión comprensible, humana. Luego se siembra, se riega, se espera, se poda, se espera más. Construir un jardín es un acto de apropiación, un diálogo personal con la naturaleza y sus ciclos.

Para que un jardín lo sea, tengo que convertirme en su jardinero. Tengo que domesticarlo. Hacerlo mío. Mío en el afecto, mío en el tiempo invertido, mío en la capacidad de evocarlo cuando estoy ausente.

Los seres humanos podemos amar lo pequeño, lo que hemos construido con ternura, lo que cabe en nuestra memoria. Es difícil amar todo un Cotopaxi o un Yasuní. Pero ese pequeño riachuelo que nace de sus glaciares, o ese señor árbol tan viejo y tan arropado de musgos, a ellos sí los puedo hacer míos.

Ya ves, Carolina, bonita, me he convertido en jardinero. Construyo jardines con mi cámara. Los hago míos a través de la paciencia, de la espera.

He regresado a mis orígenes. Inspirado por ti, he vuelto a hacer fotos de paisaje.

A ti te gustaba tanto ese retrato mío en el Cotopaxi de cuando era un jovenzuelo flaco y desgarbado y fotografiaba la naturaleza. Han pasado ya más de 20 años desde que recorría el Ecuador así, con mi cámara a cuestas y una esperanza sin límite. Te llamaba la atención lo feliz y guapo que se me veía en esa foto.

Ya no soy el mismo, chiquita, a veces no me reconozco. Soy más frágil, a veces temeroso y puedo ser mezquino. No tengo la misma fortaleza ni esa esperanza incondicional. Y guapo… tal vez, solamente para quienes me conocen mejor.

Para hacer este libro fui a los lugares que tú amabas y a otros que nunca pude compartir contigo —lugares que conocí cuando era ese jovenzuelo ingenuo y de risa fácil—. Son fotos de nuestro Ecuador, del país que nos dio una identidad, un significado.

Fui muchas veces al Cotopaxi, ese volcán imponente que ocupa las pesadillas y la imaginación de quienes vivimos cerca de su sombra. Tu accidente fue tan cerca del Cotopaxi. ¿Cómo puede caber tanta belleza y tanto dolor en el mismo lugar?

Fui a tu Loja natal, tan querida, fuente de tanto orgullo. Fui a La Toma, al Cisne a buscar los jardines que mira esa Virgen churona que convocabas a la menor presencia de peligro o injusticia: “Virgencita del Cisne”, repetías con devoción, entre dulce y asustada. Y cuando el peligro era mayor decías: “Diosito del Cisne”; a lo que yo siempre respondía impertérrito, con una reflexión teológica, que el Diosito no es de Loja ni del Cisne, sino de todo el universo.

Fui a Santo Domingo, tierra tan querida por ti, a varios bosques tropicales que son los últimos restos del gran Chocó que va desde Panamá a Perú. En la Costa del Ecuador, logramos destruir prácticamente todo el bosque tropical, víctima de la frontera agrícola, del desarrollo. El mismo destino que probablemente le depara a nuestra Amazonía. Poco a poco, lentamente, con una macabra persistencia —de árbol en árbol, de hectárea en hectárea, abriendo trochas y caminos— vamos horadando, minando sus cimientos, disolviendo su integridad.

El Patricio, siempre tan paciente y generoso, me acompañó a muchos lugares. Fuimos al Carchi, a ese camino extraordinario entre Tufiño y Maldonado, donde los frailejones (sp. Espeletia) parecen flores gigantes, habitantes de un jardín misterioso que alegra el alma de quienes lo miran con humildad. También visitamos los ceibos de Manabí, con sus brazos y piernas y músculos y tendones, esos árboles que se abrazan y funden entre sí, y en los que aprendí, cuando era un adolescente, a descubrir la simple poesía de vivir.

Fui al Yasuní, a la estación de la Universidad San Francisco, lugar que a ti te emocionaba hasta las lágrimas. El ruido del generador se detuvo y el sonido del bosque tropical se convirtió en un hervidero chirriante de criaturas invisibles. La vía láctea se desperezó sobre las copas de los árboles. Allí, junto al río, en la oscuridad más absoluta, me sentí nuevamente un niño indefenso, arropado por el misterio. El bosque tropical es la vida en toda su potencia, la delirante complejidad de un rompecabezas indescifrable y gozoso en el que somos apenas una pieza más.

Fui con mi hermano, siempre tan cálido y solidario, y su viejo amigo Meyer, un moreno ágil y risueño, a un bosque de mangle extraordinario, en Olmedo, Esmeraldas. Yo no apreciaba el mangle, esos árboles que viven en el lodo, cerca del mar. ¡Cómo te hubiera gustado ese bosque, bonita! Los árboles son altísimos y se yerguen sobre unas raíces aéreas, como patas de un gran insecto. Esos mangles, desde que se hicieron mis amigos, desde que los vi con mayor atención, me duelen, bonita, como a ti te dolían. Quedan tan poquitos, tan aislados unos de otros, tan frágiles, tan amenazados por las camaroneras, el crecimiento, la modernidad.

Sabes, he comprendido que los fotógrafos somos muy arrogantes. Al comenzar este proyecto solo buscaba fotos espectaculares, me molestaba cuando no aparecía ese sol de miel que tanto me apasiona. Me costaba ver las cosas pequeñas, sencillas… Estaba frente a algo precioso y me iba, buscando algo aún mejor. Qué ceguera, qué ambición. Siempre apurado y exigiendo más.

Los campesinos le llaman “monte” a lo salvaje, a lo que aún no ha sido domesticado. Al hacer estas fotos, he ido construyendo jardines en el monte. Allá tan lejos y tan cerca están mis jardines, los lugares en que la mente descansa y mi corazón encuentra algún consuelo. Ahora son míos.

Los jardines que he fotografiado son restos, esquinitas, escondidos del desarrollo en una quebrada, en alturas heladas e inservibles para la agricultura, demasiado alejados de las carreteras para ser perturbados. Muchos están dentro de parques nacionales o reservas, pero la mayoría son huérfanos, náufragos, fugitivos del desarrollo.

Son joyitas, símbolos de espacios mil veces más grandes y complejos. Conservar no significa establecer parques nacionales… Si ni siquiera estamos dispuestos a respetar los límites que nos hemos autoimpuesto al delimitar nuestras reservas, menos podemos, como sociedad, encontrar un compromiso de proteger lo que aún no hemos aprendido a celebrar.

Bonita, el tesoro es lo que preserva su integridad. Nada se compara con un espacio natural, con un jardín que no ha sido perturbado. Allí está la magia, el misterio, la complejidad.

La conservación no puede hacerse desde la rabia o solo desde la inteligencia. Tiene que hacerse desde la ternura. Decido proteger la naturaleza porque es mía, porque es frágil, porque una vez rota se pierde, porque me toca en lo más íntimo, porque me devuelve mi humanidad y me recuerda mi lugar en el mundo. Sin ese gran bosque, sin ese páramo, sin ese humedal, soy más pobre. Y las generaciones futuras lo serán aún más.

EL MISTERIO

Carolina, preciosa, brillante jardinera, la más dulce de todas, seguramente ahora cuidas esos jardines silvestres. Habrás aceptado ese, el trabajo más humilde y digno.

Un jardín silvestre es como un antiguo reloj, un reloj perfecto, con incontables engranajes y piezas movibles, un reloj pequeño, producto de inenarrables horas de evolución. Lo que lo hace tan especial es que nosotros no sabemos cómo funciona. Solo que cada ruedita o microengranaje es necesario.

Y si nos entrometemos en su delicado mecanismo, siempre se detiene. Y cuando deja de marcar los minutos, nos volvemos arrogantes, nos pensamos elegidos, nos sentimos eternos. Hemos vencido, dominado, controlado. La naturaleza nos pertenece. Nada nos puede pasar.

Perdemos la conciencia de que el tiempo no necesita del tictac de nuestro reloj. El tiempo todo lo arrastra, todo lo lleva consigo.

A las cosas que no comprendemos, a las más preciosas, nos acercamos con cuidado, de puntillas. Nos maravillamos con sus detalles, con lo visible y aún más con las conexiones interiores e invisibles que solo podemos intuir.

La luz del amanecer, el canto de los pájaros, el imperceptible vuelo de las mariposas son un regalo, un soplo delicado que nos recuerda el fugaz milagro de estar vivo.

Carolina, cosita buena, yo heredo tus sueños. Mi misión es darles alas. Ahora te llevo en mí, en el alma de mi alma, en el corazón de mi corazón.