La cámara invisible
Hace unos días, le pregunté a Pablo Corral: ¿Con qué cámara sueñas, cuál es tu cámara ideal?. Sin vacilar me dijo: quiero una cámara que se ajuste automáticamente a mi retina y que sea invisible.
“Este no es un fotógrafo”, pensé: “Este es un poeta. No sólo quiere una cámara que no existe, quiere una que no exista”.
¿Pablo es, entonces, otro poeta perdido que sueña con imposibles?
¿Es así? Quizá no. No tanto. Porque algunas conclusiones muy concretas que se pueden extrapolar de aquel sueño:
Uno: la fotografía entendida como extensión inmediata del ojo humano.
Dos: la máquina de fotos (y toda su tecnología incluida) como un estorbo inevitable.
Tres: la fotografía como un medio directo de atrapar el mundo.
Cuatro: la fotografía como un sentido más de la conciencia, mejor, del espíritu, cabeza y corazón incluidos.
Quien ha seguido la carrera artística de Pablo Corral –y nosotros la hemos seguido durante muchos años— hemos comprobado el fiel cumplimiento de estas premisas. Pablo Corral explora, indaga en el mundo, busca instantes triunfales, sí, de esos en los que la luz ayuda; pero sobre todo busca realidades, verdades contundentes, inapelables: certezas claras: tal es el resorte principal de su poética: la verdad del mundo. ¿Qué más verdadero que la naturaleza y sus elementos y, por cierto, sus habitantes? ¿Qué más contundente que la Cordillera Andina, hecha de las más grandes rocas de la tierra: crispadas montañas, volcanes siniestros y nevados eternos, alineados en 8.500 kilómetros de longitud?
Este poeta tiene, pues, su propio territorio y es éste, el de Los Andes.
Estas vastedades, estos erizamientos, estos abismos y cimas de vértigo, con sus valles y hoyas, refugio de ciudades y pueblos y caseríos, estarán siempre sujetos al vapuleo constante de los tormentos primordiales de la Tierra: los soles deslumbrantes, los vientos ásperos, los terremotos y erupciones, los baños de ceniza volcánica, el granizo, las ráfagas heladas que vienen de los ventisqueros.
En verdad: una tierra de vértigo y desafío.
Tanto vigor concentrado, tanta fuerza retenida, han dotado a la gente de los Andes de una sabiduría elemental, básica, la sabiduría de la supervivencia. Cualquiera lo ve en estos rostros elocuentes que nos muestra Pablo Corral: recios, endurecidos, quemados por la intemperie (y muy a pesar de los típicos sombreros inevitables, que son además marcas regionales de identidad). Hay un desafío en ellos: esos rostros resisten, perduran como rocas por sobre los periódicos cataclismos, la miseria y la desdicha o los trabajos duros que, como plagas atroces, persiguen a la gente andina. No importa: siempre sabrán hacerles frente, aún con la resignación, como bien podemos ver en esa imagen austera, adusta, digna, la de las dos hermanas que miran el desastre que les ha dejado un terremoto, con la serenidad de quienes comprenden que no ha sido el primero ni será el último. O con el enigmático reclamo que podemos ver en otra fotografía estremecedora: la de los negros zafreros del Chota: a la izquierda, una escalera como una cruz; en primer plano, un condenado de la tierra: la mirada, triste, acaso torva, como una acusación, la mano de su compañero puesta en su hombro, una mano solidaria, tranquila, pero como salida del basalto, tallada y pulida a golpes de trabajo y sol.
En un texto memorable “El corazón cuando duele”, Pablo Corral, el poeta —pues no sólo es de las imágenes sino además de las palabras— escribe: “Si no recordamos nuestros ancestros, si no recordamos la historia cuotidiana, construida por gentes sencillas, aquella que casi nunca se menciona en los libros, difícilmente podremos saber quienes somos y hacia dónde debemos ir.”
Su elección humana es clara: la verdad del mundo andino está en sus sólidas raíces, en esa gente sencilla de los pueblos de la montaña, poseedora de culturas ancestrales, de gustos populares tan propios, que se revelan también en sus fiestas, en su religiosidad, en sus ceremonias de la vida y de la muerte.
En una palabra, en todo aquello que capta, de gran manera, Pablo Corral: Fijémonos bien en los bellos rostros de las jóvenes danzantes de un pueblo cercano al Cuzco, en sus galas, mantos bordados y gorros con lentejuelas y espejos; miremos las figuras multicolores de las cosechadoras de cebada de Cayambe; o el cristo casi infantil que preside una tropa de cucuruchos de Viernes Santo en Quito; o la abuela de Vilcabamba y su bisnieta, sentadas en un banco inmemorial de esperas y largos descansos.
Miremos también el otro lado de la vida: el jolgorio, la fiesta, la dulzura de vivir, en fotografías como aquella que nos muestra el amor en un baile popular de un barrio de Medellín, o la abigarrada escenografía, pródiga en reflejos y sombras de un comedero de Bogotá, o el golpear exultante de un bombo campesino a orillas del lago Titicaca.
Y todo esto alojado en paisajes soberbios (miremos el espejo de agua que en una cumbre andina refleja el paso de las nubes errantes) o en pueblos terrosos y parajes solitarios.
Las fotos de esta exposición pertenecen —y sólo son unas cuantas— al libro “Andes”, compuesto a cuatro manos por el célebre escritor peruano Mario Vargas Llosa (quien aporta con hermosos y estremecidos textos) y Pablo Corral, el único fotógrafo latinoamericano de National Geographic, revista que con Editorial Océano produce la obra.
Pablo Corral empezó a tomar fotos a los seis años de edad; hizo su primera exposición a los doce, y más tarde, en el trance de sus presentaciones en slides de sus fotopoemas, ha probado casi todas las cámaras posibles; menos una: la que se ajuste a su retina y sea invisible.
Imposibilitado de tenerla, se mantiene fiel a su Leica como un violinista a su Stradiuvarius. La conoce de memoria, la obliga como quiere, la convierte en su retina, sabe bien qué es lo que ha fotografiado, la prueba es que cuando manda sus fotografías a National Geographic, lo hace sin revelarlas, tan seguro está de lo que la mezcla química de la película ovillada en el secreto de los cartuchos sellados guarda: la seguridad de su mirada y de su técnica. Aquello que luego resplandecerá en las páginas de esa gran revista, o aquello que aflora hoy, luego de cinco años de trabajos y viajes, en su libro y en esta exposición: la voluntad de mostrarnos el mundo andino, tal y como su retina y su corazón lo registran.
No me queda más que felicitar a la Alianza Francesa y a su dinámico director Marcel Taillefer, a su creativo director cultural Hervé Chupin, a “Símbolos de libertad” auspiciantes de esta muestra, y agradecerles a ustedes por su presencia y paciencia.