Australia

Fotografías y texto por Pablo Corral Vega

Las planicies del centro de Australia son un abismo horizontal. Los ojos no pueden viajar más que unos metros en el continente plano, y sólo encuentran respiro en la inmensidad del cielo. Esta región de Australia es la tierra más inhóspita y salvaje que he conocido. Un desierto de dimensión inhumana.

Los aborígenes son los habitantes ancestrales de estas tierras. Hay cientos de grupos lingüísticos: son cazadores y recolectores. Su piel es negra y cubierta de vello dorado, los viejos tienen largas barbas blancas y cabelleras alborotadas. Han sido maltratados, abusados, manipulados por los blancos y se han vuelto huraños. El choque con el mundo blanco es brutal. Los problemas médicos derivados del alcoholismo y la comida chatarra tienen carácter de epidemia.

Uno de los conceptos más fascinantes de la cultura aborigen es la de los songlines. Son canciones que describen la topografía de manera exacta, yo diría que son mapas musicales y poéticos. Si en estas tierras no se sabe regresar a casa, o no se sabe dónde está el agua, la muerte es segura. Estas canciones que se transmiten de generación en generación son verdaderos mapas, carreteras culturales que garantizan la supervivencia. Hay guardianes de los songlines, personas cuya única misión es preservar su contenido y su sentido. Algunas de estas carreteras poéticas se extienden por miles de kilómetros de distancia y unen a grupos lingüísticos sin ninguna otra conexión que la preservación de su sección de la carretera poética. Imaginemos una canción que habla de la roca, del río seco, del árbol, del pozo de agua, que describe el terreno de modo que es posible caminar siempre por la misma ruta…: son las migas de pan de un Hansel y Gretel tribal.

La tragedia para los aborígenes es que estos mapas complejos son absolutamente inútiles en el mundo blanco.

Es fascinante pensar que todas las culturas tienen estos mapas que permiten la supervivencia, que nos ofrecen las coordenadas para regresar a casa. De hecho, las creencias, las supersticiones, los mitos, la música, el arte, la literatura son mapas poéticos que nos ayudan a enfrentar los hechos esenciales de la existencia.

Estos mapas poéticos se vuelven más complejos conforme se acrecienta la capacidad de un pueblo de cubrir sus necesidades básicas. Al principio hay que solucionar el hambre y asegurar la supervivencia. Después se intenta dar respuestas al misterio, se pueden conjurar la palabra, el sonido y el color inútiles.

Mapas más precisos y complejos nos dan poder, nos permiten navegar con seguridad en territorios minados. Creo que en este tiempo de comidas rápidas hemos descartado los mapas que guardan alguna sutileza y nos hemos conformado con croquis crudos y primitivos.

Pero el mapa más difícil de conseguir y más deseado es el mapa del futuro. Si uno tiene un mapa del futuro, tiene la posibilidad de prepararse, de reaccionar a tiempo. La ciencia y la tecnología, la medicina son un esfuerzo sistemático para predecir lo que será, nos ofrecen la ilusión de que todo está bajo control y todo seguirá así, desde las predicciones del clima hasta la ingeniería genética.

Los mapas del futuro se llaman también mito, adivinación, oráculo, superstición; incluso, metafísica. Unos son más elaborados que otros. Dan respuesta a lo que no conocemos, son mapas para encontrar sentido a un más allá que guarda silencios devastadores y definitivos.

¿Qué diferencia práctica hay entre hablar del Big Bang, ese tiempo sin tiempo y sin espacio, y hablar del Dreaming (del Soñar, así con mayúscula) como lo hacen los aborígenes australianos? El Dreaming es un tiempo en que los sueños daban origen a las cosas. Ambos son mitos de la creación, ideas sobre espacios que existen más allá de nuestros espacios sensoriales.

Me encantan los mapas culturales; me encanta la gente que los guarda y protege, que se siente orgullosa de ellos, que encuentra en sus referencias locales ecos y resonancias de ese gran mapa humano que es un mapa en blanco, un mapa que no ofrece respuestas, un mapa plagado de signos de interrogación.

Este proyecto sobre el Ghan, el nuevo tren que cruza Australia de sur a norte, hecho por encargo de la National Geographic, fue uno de los más difíciles de mi vida. El desierto era agotador, salvaje, y me sentía extranjero entre los hombres. Me salvaron mis mapas culturales: las suites para chelo de Bach, la visión del cielo nocturno, la sonrisa de Day Day, un aborigen sencillo y sabio, y la calidez de los Horvat, unos viejos nuevos amigos en un minúsculo pueblo de ese país-continente.