Introducción del libro 25
Fotografía y texto por Pablo Corral Vega
La fotografía tiene, ante todo, la capacidad de evocar lo vivido. Sus usos periodísticos, científicos, comerciales representan una porción mínima de las imágenes captadas en el mundo. La gran mayoría de personas fotografía simplemente para recordar.
Cuando aplastamos el obturador decimos “aquí estoy”, “este momento importa, me importa”, “ellos son los que amo”, “quisiera que este momento no pasara”. Al fotografiar, nos rebelamos contra la muerte, nos rebelamos contra el paso del tiempo. Ese acto subversivo es el acto más humano. Sólo el hombre es consciente del transcurso del tiempo, por tanto sólo el hombre es capaz de imaginar lo imposible, de detenerlo y congelarlo.
El obturador aísla aquel instante de todos los demás, le da una importancia única, lo rescata de su inevitable fugacidad. Pero el hecho de que una imagen exista significa precisamente que ese momento ya no está, que ya fue arrastrado por el inefable río de Heráclito.
Las imágenes recogidas en este pequeño libro son simplemente recuerdos. Lo son para mí. Son testimonios de momentos vividos. No tienen otra pretensión. Este libro no es una mirada de mi trabajo durante los últimos 25 años, no. No hay una sistematización, ni la intención de hacer una retrospectiva – es muy pronto para pensar en un legado-. Siento que apenas estoy adquiriendo las herramientas para expresarme.
Mi querido amigo Loup Langton y yo nos sentamos a mirar fotos durante tres días y escogimos algunas series que marcaron mi recorrido profesional. Quedaron muy pocas imágenes de mis inicios, esas no pasaron los ojos críticos del presente. Tampoco incluimos mi trabajo en blanco y negro, ni la moda, ni el retrato. Sólo incluimos mi trabajo periodístico.
De la primera época, quedó la foto de la izquierda, ese camino vecinal que sube a mi amado Tablón, en el Quinche. Fue tomada hace exactamente 25 años. El mundo era nuevo para mí, la muerte era simplemente un concepto filosófico; yo tenía 15 años y por primera vez reconocía el poder de esa cámara que me había acompañado desde la infancia. Mi papá y yo subimos a la montaña para mirar el amanecer: era nuestro pequeño momento de complicidad, de asombro. Puedo recordar el olor penetrante de la tierra mojada, las gotas de lluvia convertidas en multitudinario prisma, la luz fría y transparente. En esa época comenzaron mis primeros fotopoemas, esas presentaciones audiovisuales que combinaban mi poesía con mi fotografía, y que exhibía en auditorios de Quito, Cuenca y Guayaquil. Entonces entendí que la fotografía es mil veces más poderosa cuando se comparte.
En la casa de la infancia, la misma desde la que escribo estas notas, había una frase de El Principito escrita en hierro forjado: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Saint Exupéry estaba por todos lados, había reproducciones de sus dibujos en mi closet; mi mamá me lo leía con devoción casi cada noche, y lo intercalaba con los cuentos de Selma Lagerlof, los poemas de Rainer Maria Rilke y los ensayos de Unamuno.
El zorro le dice al Principito “No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. Nunca entendí esa frase. En mis épocas de rebeldía adolescente me parecía una frase romanticona, sin mayor profundidad. Ese pasaje habla de la creación de vínculos, de cómo el tiempo que pasamos con otras personas nos acerca a ellas, nos domestica, nos enseña a bajar las barreras. Y éste es el sentido último de vivir: acercarnos, comunicarnos, sembrar afectos. Y claro, los ojos del afecto son poderosos, íntimos, reveladores.
Este es el meollo de la cultura occidental: la creación de vínculos. Luego de un viaje al sudeste asiático, en el que me había acercado mucho a la filosofía budista, fui a Perpignan, en el sur de Francia. Me encontré con una instalación, una iglesia entera cubierta con corazones rojos enviados desde todos los rincones del país, en los que cada persona hablaba del sentido concreto y personal del amor. En ese momento comprendí que, a diferencia de Oriente, en donde el valor último es el desapego, el sentido mismo de la vida occidental es el apego, es decir, la creación y el fortalecimiento de los afectos.
Cuando mi padre murió escribí:
“¡Bienvenido sea este dolor porque significa que hemos vivido! Porque significa que hemos amado, que hemos soñado, que hemos temido, que hemos dolido, que hemos reído. ¡Bienvenido sea este dolor, este humanísimo dolor, el más humano, porque gracias a él sabemos que mucho, e intensamente hemos vivido! ¡Este bello dolor!”.
Sólo si se ha amado plenamente se puede sentir ese dolor avasallador y misterioso, sólo si hemos construido vínculos verdaderos y profundos. En Occidente la búsqueda no trata de eliminar el dolor a través de la comprensión del eterno cambio, no; en nuestra cultura buscamos estar intensamente vivos, es decir conectados al otro, rebeldes, intentando siempre detener el tiempo, guardarlo, preservarlo, celebrarlo en el contacto íntimo. Tenemos fe irreductible en los afectos, a pesar de que la razón nos dice que serán derrotados por el eterno devenir.
Para mí esta frase de Unamuno recoge el sentido último de nuestra cultura:
“Hay personas, en efecto, que parecen no pensar más que con el cerebro, o con cualquier otro órgano que sea el específico para pensar, mientras otros piensan con todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida”.
¿Qué tiene que ver esto con la fotografía? Mucho.
Comparto la opinión de los antiguos griegos, los dos únicos temas que importan son el amor y la muerte. Y en realidad, estos dos temas se reducen a uno: los vínculos, los afectos. La muerte es dolorosa, terrible porque es la ruptura del afecto. Eros y Thanatos son las dos caras de una única medalla.
Pero no basta tener clara la meta, el camino para lograrlo es tan importante como aquello, o mucho más. Para un fotógrafo que quiere contar una historia, la única manera de aproximarse al misterio del otro es a través de la empatía. Nuevamente, sólo se ve bien con el corazón.
Una mirada generosa es esencial para ser un buen fotógrafo. Pero más que eso, una mirada curiosa, llena de asombro, de taumatsein. Esa fórmula que usan los novelistas: ponerse en los zapatos del otro. Mal podemos contar la historia de un ser humano si no estamos llenos de curiosidad y empatía.
Tenemos la capacidad de comprender a los demás si hemos experimentado vivencias similares. Para lograrlo, tenemos que recurrir al reservorio de experiencias propias, tenemos que revivir nuestra propia alegría, nuestro propio dolor, los desgarramientos y las desilusiones. Y en ocasiones, a pesar de que la experiencia humana es esencialmente común, no logramos imaginar la sombra o la luz que el otro ha tenido que experimentar. En este caso sólo cabe el silencio: acercarse de puntillas al misterio.
El otro es, en realidad, la única posibilidad que tenemos de mirarnos a nosotros mismos. Es el espejo esencial de nuestra condición humana. Los seres humanos nos definimos en función de nuestra comunidad y de nuestros vínculos. Somos el animal vulnerable, el animal que ha perdido las garras y que no sabe correr, el animal desnudo que nace frágil, devastadoramente frágil. Un bebé ni siquiera es capaz de alimentarse solo, mucho menos, de defenderse. Nuestra única fortaleza y posibilidad de sobrevivir está en la comunidad que nos rodea.
Yo diría, incluso, que el ser humano tiene imbricada en esta fragilidad la necesidad de acercarse a los demás. Para el hombre el amor es la única posibilidad de supervivencia.
A lo largo de la vida nos encontramos con otros, nos miramos en el espejo de la experiencia ajena, nos enriquecemos en el diálogo, nos fortalecemos en el amor, y nos rompemos cuando el amor se rompe en la muerte o en el desamor. Yo y tú, tú y yo, dos seres humanos que se hablan, que se encuentran. Siempre se trata de un yo y de un tú, de dos que se miran y reconocen.
Pienso que los seres humanos somos la suma de nuestros encuentros. No sabemos lo que los encuentros significan: unos son gozosos, otros dolorosos, otros son puertas a universos alternos, otros son fugaces, otros son largos y comprometen nuestra vida entera. Todos nos conducen a un lugar nuevo.
El milagro más extraordinario de vivir es la posibilidad continua de encontrarnos con otros seres humanos, de dialogar. Cada encuentro es único, irrepetible, y cada ser humano que encontramos nos toca de algún modo; nos afecta, nos transforma.
Estas fotos son testimonio de mis encuentros, algunos más exitosos que otros. Ojalá que estas imágenes conjuren el universo rico de los fotografiados, sean ventanas abiertas por las que usted pueda ingresar. Que sirvan para recordar que sólo se mira bien con la curiosidad, con la empatía, con el afecto. Por mi parte, en esta tarea de mirar bien, soy un principiante. Apenas soy un hombre desnudo y sin garras, gozosamente vulnerable, que está aprendiendo a celebrar el fugaz milagro de estar vivo.