Los Andes de Pablo Corral

TODA obra de arte genuina es un desmentido de los estereotipos, una recusación de las visiones prejuiciadas y falaces de la realidad humana. El gran mérito de este documental fotográfico de Pablo Corral sobre la Cordillera de los Andes, que corta transversalmente la América del Sur  a lo largo de 8,500 kilómetros, es mostrar, en imágenes de una gran originalidad y belleza, la verdad profunda de un mundo cuya complejidad y diversidad desaparecen a menudo detrás de las visiones unilaterales y los lugares comunes que suelen representarlo.

Cuando uno cierra los ojos y piensa en los Andes a la distancia, la primera imagen que suele acudir a la mente es la de un paisaje deshumanizado,  de cordilleras de cumbres enhiestas y nevadas, abismos vertiginosos, y vastas soledades donde planea a veces un solitario cóndor, o profundos valles donde asoman, con sus grandes ojos asustados, los rebaños de llamas, los guanacos, y las delicadas vicuñas organizadas en grupos familiares en los que a cada macho rodean siempre sus tres o cuatro concubinas. Y, la segunda, la de un territorio histórico, prehispánico, dominado por las ruinas de las civilizaciones y culturas extinguidas, cuyos templos, fortalezas, caminos, ciudades, dioses, hay que tratar de reconstruir con la imaginación, a partir de los restos arqueológicos que de ellas han sobrevivido a la usura del tiempo.

En las fotografías andinas de Pablo Corral el protagonista no es nunca la naturaleza ni la historia pasada, sino el ser humano y la actualidad, la historia que se va haciendo. El entorno natural está presente, desde luego, en toda su espectacular magnificencia, y también la grandeza de aquellos ancestros que, cientos de años atrás, venciendo indescriptibles obstáculos, consiguieron implantar la agricultura, levantar imperios y organizar sociedades en una de las geografías más duras del planeta. Pero, naturaleza e historia sólo cuentan para el lente de Corral en función de la vida presente, como elementos que permiten entender de manera cabal la problemática social andina contemporánea. La fotografía, para él, es un arte, desde luego; pero un arte que permite acercarse a los seres humanos y entenderlos.

En una de las más impresionantes imágenes de este libro, aparece, como una ballena que surcara el cielo, emergiendo entre las nubes con su lomo ocre y nevado, la formidable osatura granítica del monte Fitz Roy, en Argentina. Los rayos del sol doran sus cumbres, pero, en el primer plano de la imagen, que muestra una de las laderas más bajas de la montaña, ya ha caído la noche. Sin embargo, lo que carga de dramatismo y significado a la imagen, no es la potencia abrumadora de este mundo natural, sino lo frágil e insignificante que, comparado a ella, resulta el ser humano, ese invisible poblador de la minúscula aldea que, como escabulléndose, asoma al pie de la ciclópea cordillera, en forma de un reguero de viviendas casi invisibles, que parecen  copos de nieve rodados de lo alto. El contraste es de un gran efecto plástico; y es, asimismo, una lúcida descripción del indómito espíritu, la férrea voluntad y el callado heroísmo que hicieron falta para que los seres humanos echaran raíces en los Andes. Y una prueba de cómo vivir en ciertas regiones andinas, pese a los avances de la modernidad, sigue siendo un combate cotidiano.

Embellecer puede ser una manera sutil de falsear la realidad, si la belleza es una máscara para ocultar sus lacras. En las sociedades andinas, como en las de otras partes del mundo, lo bello, lo feo y lo horrible andan mezclados, y suprimir alguno de estos aspectos de la vida andina es caricaturizarla o irrealizarla. Pero hay una manera de acercarse a la realidad en sus aspectos más dolorosos, repulsivos y violentos sin renunciar a esa ambición de belleza que está en el corazón de una vocación artística. La visión andina de Pablo Corral no escamotea ni la miseria, ni la marginación, ni la discriminación y el abandono en que para millones de hombres y mujeres transcurre allí la vida, ni la intolerable injusticia que ello significa. Pero, en sus imágenes, aun en aquellas donde es patente el primitivismo y el desamparo en que languidecen ciertos poblados andinos, no hay nunca aquella complacencia, aquel regodeo en la exhibición de los males sociales –el miserabilismo-, que convierte a cierto arte comprometido en mero cartel de propaganda, o, peor aún, en un formalismo demagógico privado de ética, en un exhibicionismo del dolor ajeno.

En las fotografías de Pablo Corral hay siempre una esperanza, una afirmación de vida, una voluntad de supervivencia aun en las peores adversidades, que se manifiesta en los seres más humildes y maltratados, ya sea por sus semejantes o por las catástrofes. Y, acaso, estas imágenes donde la capacidad de resistir, de no doblegarse ante las condiciones de vida elementales y terribles en que se vive, sean las de mayor fuerza persuasiva de la colección. Se trata de seres sobre los que gravita una opresión de siglos, a quienes se ha explotado, se explota y luego se olvida, condenándolos a vivir en la extrema precariedad, en el riesgo y la continua conciencia de la muerte. Y, sin embargo, ello no les ha quitado la alegría de vivir, de celebrar sus fiestas, de disfrazarse, de danzar animados por sus bandas de música, de pasear a sus santos y vírgenes en suntuosas procesiones. En las aldeas serranas, la cámara impregnada de simpatía y solidaridad hacia aquello que va a fotografiar,  de Pablo Corral, detecta siempre aquella llamita secreta que nunca deja de titilar aun en la más sombría circunstancia y cuya filosofía el refrán resume así: lo último que muere en el ser humano es la esperanza. Por eso, sus imágenes, incluso cuando enfrentan al espectador con cuadros lastimosos y crueles de la experiencia social, no son nunca pesimistas. Algo porfiadamente luchador y resistente se manifiesta siempre en sus personajes, la callada afirmación de que, aunque derrotados por la adversidad y la injusticia, nunca se sentirán vencidos. En ese sentido, son ejemplares las fotos que documentan la alegría y el entusiasmo de la celebración de la challa (la bendición de las cosechas)  en el pueblecito de Toledo,  en el altiplano boliviano,  y la de las dos señoras de Chiquipata, engalanadas de sombreros y ponchos, sentadas en el suelo misérrimo, comadreando alegremente.

Uno de los estereotipos más extendidos sobre la sociedad andina es que ella es esencialmente india, y que lo que no es en ella indígena, es minoritario, postizo y extranjero. Si esto fue cierto hace quinientos años, es hoy una absoluta falsedad. El indio, como el blanco, son hoy minoritarios en una sociedad, en la que también hay otras razas, como los negros, y cuya inmensa mayoría está constituida por mestizos, que han impreso en las ciudades y pueblos de las serranías una poderosa personalidad  nítidamente diferenciada tanto de la tradición indígena como de las fuentes europeas. No hay que entender este mestizaje en un sentido exclusivamente racial, sino también cultural y social.  Aunque, en los Andes, hay rastros visibles de la herencia prehispánica, en las comunidades indígenas de la vertiente atlántica sobre todo, en lo que concierne a ritos y creencias, a indumentaria y lengua, y núcleos sociales importantes donde los inmigrantes europeos han preservado sus usos y costumbres de manera poco menos que intangible (en la Patagonia, por ejemplo), lo cierto es que el mestizaje se ha impuesto de una manera abrumadora en el sector urbano y en buena parte del sector rural, y que él se manifiesta en la práctica de la religión, en las diversiones, en la música, en el vestir, en la mitología cotidiana y en las formas que adopta la sexualidad.

Todo ello está delicadamente documentado por la cámara incansable, peripatética, de Pablo Corral, que se sumerge en las densas procesiones de la Semana Santa para ahogarse con el incienso y ayudar a cargar las andas del santo a los hermanos de la cofradía de San Cristóbal, explora los barcitos prostibularios de luces infernales donde se brinda con cerveza helada, se bailan las frenéticas salsas y se negocia el amor,  se amanece recorriendo las calles con las comparsas de disfraces que celebran los carnavales o se introduce en las viviendas sacudidas todavía por el volcán vecino que se despertó de mal humor y decidió regalarle un terremoto a la ciudad extendida a sus pies. En los comercios, en las fábricas, en los cañaverales, en las iglesias, en los mercados, en las esquinas de los barrios, esa cámara va registrando las múltiples expresiones de la vida social andina, y lo que descuella en este testimonio es la extraordinaria pujanza de ese mundo, en el que a las enormes dificultades de la lucha por la supervivencia el hombre y la mujer de los Andes de origen criollo –los mestizos- oponen una reciedumbre acompañada de picardía y de ingenio, y a menudo de buen humor. Los criollos no renuncian jamás a la sonrisa, porque para ellos la vida –cualquier vida- siempre vale la pena de ser vivida. Eso es lo que parecen decirnos los pescadores de Santa Marta, en Colombia, dejando que la bocanada rojiza del sol del crepúsculo los vaya incendiando, la pareja que se abraza con furia en el Barrio Triste de Medellín, o el solitario caballero de pantalón blanco y sombrero de paja que, a las orillas del Caribe, contempla el caluroso vacío, perdido en la nostalgia y el recuerdo.

Una de las enseñanzas que resulta de este recorrido por la América andina, de la mano de Pablo Corral, es la unidad que la sostiene, por debajo de las absurdas divisiones fronterizas. Aunque, en su nomenclatura política, conformen países soberanos, las diferencias son tan mínimas, tan artificiales, entre unos y otros, que lo que prevalece, para una mirada objetiva y desapasionada, de conjunto, es la indestructible unidad que establecen la bravía geografía, la historia común, la composición étnica plural, la compartida problemática. Eso es lo sustancial, y no las fronteras que trazaron, siglos atrás, sobre imperfectos mapas, unas manos interesadas e ignaras que separaron absurdamente lo que la razón y el simple sentido común incitaban a mantener unidos. Desde luego que hay diferencias en el mundo andino: sociales, económicas, culturales, étnicas. Pero estas diferencias no corresponden a las naciones, ellas cortan verticalmente a los Estados y establecen identidades y semejanzas por encima o por debajo de las demarcaciones políticas que convirtieron a la América del Sur en un archipiélago de países en vez mantener su unidad –su unidad política en su diversidad lingüística y cultural- como ocurrió en los Estados Unidos.

Lo que hay de homogéneo y de heterogéneo en el mundo andino aparece en las imágenes de este libro en su verdadera perspectiva, que no es la que fingen las demarcaciones fronterizas. Sino la determinada por el orden natural, por la cultura y la historia. Aunque la sociedad andina aparece como un hervidero de modos de vivir, de tradiciones contrastadas, de razas y de etnias, el común denominador que hace coexistir a esa variedad humana se manifiesta siempre, de manera inequívoca, en las fotos de este libro. Y acaso el factor primordial de ese vínculo sean los Andes, esa formidable cadena de montañas que es el espinazo de la región, un escenario que ha impuesto unas determinadas formas de existencia –desde la manera de trabajar la tierra hasta la relaciones entre las personas- a la que todos los pobladores de la sierra han tenido que plegarse, acercándose de este modo a un modelo común, pese a las diferencias que cada vecino, colono, conquistador o inmigrante, trajera consigo.

Durante la primera mitad del siglo veinte, cuando en toda América Latina, por influencia inicial de la revolución mexicana, se desarrolló, en la literatura y las artes plásticas, un movimiento llamado indigenista, de exaltación del paisaje y del indígena, la naturaleza aparecía casi siempre, en las novelas, murales y cuadros de los escritores y artistas indigenistas, como una fuerza destructora y temible, frente a la cual la empresa humana era casi siempre impotente. La selva, la montaña, el embravecido río se tragaban a los seres humanos, desbarataban sus designios de dominación, destruían sus sueños. El mundo natural era el enemigo. Es muy distinta la imagen de los Andes que trazan las fotografías de Pablo Corral. La potencia de la montaña es reconocida, desde luego, y también los peligros que entraña, esa violencia que encarnan, antes que nadie, sus volcanes. Pero el mundo natural se muestra en estas imágenes, al mismo tiempo, como íntimamente integrado a la vida diaria de los seres humanos, como un fermento y un incentivo que han ido modelando las costumbres y trazando ciertas orientaciones que han marcado la existencia y definido los rasgos de la sociedad. Los Andes ya no son el enemigo, sino un compañero difícil, un aliado imprevisible, un tutor severo, aunque entrañable y paternal.

 París, marzo de 2001

En ocasiones, cuando necesito regresar a la casa primera, la casa centro y referencia, aquella donde se gesta la identidad, viajo a un lugar en las montañas que está siempre por encima de las nubes. Allí me olvido por un momento de las cotidianas mezquindades,  del miedo a la muerte que en realidad es miedo a la vida. Observo desde la altura los brazos tremendos de la Cordillera descendiendo a una zona tórrida y misteriosa. Debajo de las nubes están las plantaciones de café y banano, las casas de caña guadua construidas sobre andamios para mantener al impredecible río cordillerano fuera de la habitación. Está el calor insistente del trópico, el chasquido multitudinario del grillo en el vientre de la noche.   Hay ríos torrentosos, selvas amenazantes. Pero hay tambien diminutos caseríos, casas perdidas en el medio de la nada. En la plaza de los pueblos se escucha la poderosa música de un mago cuyo don es entrelazar a la distancia a dos desconocidos.

En mi balcón de las nubes hay un frío intenso que no da tregua. Desde él puedo ver las planicies tórridas de la costa y cuando la brisa ayuda, incluso sentir su fragancia.

En los Andes vivimos así, siempre entre dos mundos, parados en el frío e intuyendo el calor;  inmersos en una realidad dura y contradictoria e imaginando mundos mágicos donde todo es posible; hablando de los potentados y los políticos, esos fantasmas que nos han perseguido por siglos con sus pequeñeces y oscuras ambiciones, y conversando también de esos otros espectros más entrañables que espantan a los fieles al filo del amanecer, pero que no nos quitan -estos más decentes- nuestros recursos y esperanzas. En fin, vivimos en un mundo donde lo real y lo imaginario, lo cruel y lo sublime se confunden.

Las sombras del pasado se proyectan sin duda hasta el presente, nos marcan con sus conflictos, con largas injusticias tatuadas en nuestra sociedad desigual y compleja. El negro y salvaje toro español ha estado amarrado por más de un siglo, pero no sabemos despedir su sombra, habita nuestra sangre y nuestros miedos. Igual que el terrible cuchillo de piedra del sacerdote de los sacrificios.

Pero quedarnos allí, ver solamente lo negativo, significa caricaturizar al ser humano que sin importar su condición vive con intensidad, tiene amigos entrañables, sueña, desea, piensa y ama.

Me decía un sepulturero en un pueblito de los Andes venezolanos que él sentía mucha tristeza porque los vivos ya no recuerdan a los muertos, nunca visitan el cementerio y en cada tumba está grabada nuestra historia, nuestra identidad. «Si una sola de estas personas hubiese faltado, nuestro pueblo no sería el mismo. Cada una tuvo una vida digna de ser vivida.».

En Colombia hubo un terremoto en la zona cafetalera a principios de 1999. La destrucción fue enorme, doscientas cincuenta mil personas perdieron su hogar y varios miles su vida. Yo llegué unos días después con mi cámara, y recorrí los pequeños pueblos arrasados. Cada uno había sufrido más que el anterior. Los habitantes trabajaban derruyendo las estructuras arruinadas, limpiando los escombros con un estoicismo y una constancia ejemplar. Pa’lante dicen los colombianos con frecuencia;  no importa de que clase de desastre se trate, si natural o humano, el pueblo colombiano sigue para adelante, sin amilanarse, sobreponiéndose al miedo, al dolor.

Temprano una mañana en el pueblito de La Tebaida vi a dos mujeres apoyadas en en el marco de la puerta de lo que había sido una casa y les pregunté si podía tomarles una foto. Me dijeron que sí, que no había problema. «Oiga señor» me dijo la más alta, doña Blanca Gómez, «usted seguramente no ha desayunado, por qué no se toma con nosotros un tintico con arepas». Dios que es Dios me invitaron a lo que quedaba de su cocina, ahora protegida de la persistente lluvia por un plástico azul, y me ofrecieron café recién tostado de su finca, el mejor que he probado. «Señor, todas las riquezas y glorias son vanidad, fíjese usted, tiembla la tierra unos segundos y todo lo que uno ha hecho con esfuerzo desaparece. Lo único que tenemos es lo que hemos compartido, lo que hemos sembrado en las personas que están a nuestro alrededor.»

Experiencias similares se repitieron una y otra vez en mis varios viajes. Recuerdo, por ejemplo, a la señora Irene Miranda y su familia en la isla de Chiloé, al sur de Chile, que me recibieron en su hogar y me acogieron como si yo, un pasante desconocido, fuese parte antigua de sus afectos. En esa casa de pescadores había tiempo para la conversación, para amasar el pan y para que los jóvenes y los viejos se reúnan alrededor del fuego. Cuando nos despedimos me dijo «Somos gente sencilla, mi hermano y mi marido son pescadores y ellos viajan como usted. Así quisiéramos que los reciban a donde vayan».

Esa idea de que uno posee en verdad sólo lo que da, no tiene una inspiración religiosa, no es una expresión de cristiana caridad, es una actitud frente al mundo, una cuestión de valores y cultura. Tal vez es el resultado de vivir en un entorno que no ha sido domesticado, donde la vida es un privilegio y la única manera de sobreponerse a la adversidad es la cooperación, la solidaridad. Tratar de comprender el mundo andino sólo en términos de indicadores de pobreza o ingresos per capita es desconocer una simple verdad: no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita.

Dentro de este contexto la familia es una fuerza extraordinaria porque está siempre allí, en las buenas y en las malas. Cambia, se transforma con la historia, crece para cobijar a varias generaciones o se reduce al núcleo inmediato, dispone nuevos roles para hombres y mujeres, pero es siempre el eje de la sociedad. Ofrece la calidez, el apoyo incondicional, la solidaridad, la asimilación de los ancianos y desvalidos al seno familiar.

Tal vez nuestros países están menos desarrollados materialmente porque la familia tiene también el poder de inmovilizar, hace más doloroso que los hijos se aventuren y construyan destinos propios, emprendan proyectos y empresas, dejen la tierra en que nacieron. En nuestra cultura toda ausencia es un abandono, todo desprendimiento una mutilación. Es necesario tener en cuenta lo fuertes que son los vínculos familiares para comprender la nostalgia terrible que aqueja a las personas que por la mala situación económica, por falta de posibilidades salen a buscar la vida en las grandes ciudades o en el extranjero. La gente no se cambia de ciudad con cada nuevo trabajo como ocurre en Estados Unidos; se queda en su tierra, y cuando puede durante toda su vida.

La familia es un dulce hilo que corta las alas de los aventureros, y al mismo tiempo una fuerza cálida que los envía a conquistar la esperanza.

En mis viajes encontré también pueblos donde sólo quedaban viejos o mujeres, pueblos que respiraban nostalgia. Es que los hombres cuando se van, en realidad se arrancan. Cuando se van dejan sus sombras, dejan sus pueblos precariamente instalados al filo del precipicio, sus alas amarradas a un cordel.

A los que se quedan les cansa tanto abandono, escuchar el silencio salvaje de la noche. Les pesan esos espacios abiertos, esa luz sin nombre, esa lluvia sin lluvia, ese sol que evapora los recuerdos; los hijos que se van, los padres que se quedan incluso después de la muerte.

Mi continente es una tierra salvaje, de desiertos que nada saben sobre la lágrima o el sabor de la naranja; de montañas que navegan en una lenta ola de fuego y terremoto; de selvas acariciadas por el hielo, que sudan la noche del condenado o el grito insistente del pájaro multicolor. A dónde quiera que uno mire la naturaleza está allí, altiva, enhiesta. Los Andes no bajan la cabeza, no se adormecen con la mano civilizadora del hombre. Podemos arrancarles la piel, talar todos los bosques que los abrigan, canalizar sus torrentosos ríos, construir grandes represas o puentes en sus entrañas. Pero son infinitamente más grandes que nosotros, nos recalcan con su imponencia que ellos han estado aquí millones de años, y que nuestra vida en cambio es casual, un accidente irrelevante en el sueño milenario de la montaña.

En ésta la tierra andina hay muchos secretos, dimensiones incomprensibles, caminos que no tienen retorno, sombras traviesas y luces hirientes. Lo visible y lo invisible, lo aparente y lo sutil, se necesitan, se complementan. Para comprender el mundo andino hay que penetrar las nubes con atrevida imaginación y sensibilidad.

Eso precisamente es lo que nos ha propuesto Mario Vargas Llosa con sus invenciones, a ir más allá de lo visible, a recordar que cada persona tiene una historia rica, compleja, y que hasta la más extraña o exótica es, como la nuestra, una historia humana.

Hijos del Viento

Desde muy pequeño mi madre me contaba historias sobre los viajes que hacían mis antepasados cruzando selvas infestadas de paludismo, subiendo a la Cordillera por invisibles trochas que a duras penas sorteaban los abismos, escalando paso a paso la altura y venciendo con paciencia las paredes monstruosas de mi balcón de las nubes. A veces el viento arreciaba en el momento preciso en que la audaz caravana ponía pie sobre el puente colgante, sostenido sobre la cañada por  precarias cuerdas de cabuya.

Traer a Cuenca, la ciudad de Ecuador en que nací, cualquier bien significaba a principios de siglo un esfuerzo descomunal. La primera planta eléctrica de la ciudad se trajo a lomo de indio, es decir arrastrada palmo a palmo por cuadrillas de indios cargadores, acostumbrados a las alturas, que casi nunca hablaban español y preferían caminar descalzos. Las cosas muy delicadas no podían ser llevadas en mulas o llamas ya que algunas tropezaban y caían al abismo con la preciosa carga.

Con frecuencia me imagino el viaje que hizo aquel  piano de cola francés que amenizaba las fiestas de tres o cuatro días a las que solía asistir mi abuelo. Fue una odisea cruzar los pantanos, con cada tropiezo emitía un sonido opaco que resonaba en los cañones de la Cordillera, la salvaje lluvia era amplificada por la caja de resonancia, la superficie pulida se resbalaba en las manos del adormecido indio.

En aquellos viajes que de niño recreaba en mi cabeza, el viento dibujaba las coordenadas de mi miedo. Se colaba por invisibles rendijas violando los improvisados refugios de los viajantes; levantaba enormes espirales de polvo, aullaba en los desfiladeros, las aristas; agitaba los ríos sulfurosos que bajaban del volcán; hamacaba los puentes colgantes, invitando al jinete convertido en equilibrista a explorar el vacío.

El verdadero señor de Los Andes es el viento. Tanto en la desolada Patagonia como en el altiplano boliviano, en los páramos musgosos de Venezuela como al pie de los volcanes de Ecuador, ahí está, carente de apegos, a veces hiriendo la piel, a veces acariciándola con antigua pasión.

La historia de los Andes es la historia del viento. Somos todos huairapamushcas, hijos del viento. Cuando una mujer quechua se quedaba embarazada y nacía un niño más claro que la canela, decían los indígenas que aquel niño era suyo y llevaba en su sangre los vicios de esa impredecible estirpe.

Los que llegaron de las Españas a esta América andina, eran a su vez hijos del viento. Llevaban en su memoria cultural los ocho siglos de influencia árabe, y como reacción a ese pasado, la reafirmación violenta de su identidad católica. Los que vinieron no eran los nobles, ni los que tenían su futuro asegurado. Eran los que no tenían nada que perder, los que estaban dispuestos a entregar su vida al impreciso arte de navegar sin retorno.

Pero los pueblos que aquí se encontraban a la llegada de los primeros aventureros hispanos tampoco tenían un solo ancestro o una lengua común, ni estaban unidos de manera sólida. El Inca había conquistado etnias y poblados a lo largo de los Andes de manera eficiente y cruel. El mismo Imperio Inca estaba dividido, y los que habían sido avasallados vieron en la llegada de los ibéricos una falsa oportunidad de liberación.

El resultado del dramático enfrentamiento de estos dos mundos es un mestizaje siempre caprichoso, a veces violento. Todos somos hijos del viento, un pueblo extremadamente diverso, que no es de aquí ni de allá,  pero cuya identidad está, a falta de más referentes, vinculada inseparablemente a la geografía extrema del Continente.

Luego de viajar por los Andes fotografiando las fiestas y la vida cotidiana comprendí que después de quinientos años es casi imposible encontrar elementos culturales puros. Es en las fiestas, esos espacios que las comunidades inventan para romper el yugo de lo cotidiano, donde mejor se observan los matices y complejidades de nuestra sociedad.

El carnaval boliviano, por ejemplo, es un espacio ritual donde las danzas son un hipnótico recuento de viajes al oscuro abismo de la mina, de luchas infructuosas en el territorio de la serpiente. Es un tam-tam contra la piel tensa del toro mutilado, o un resoplido, un remolino inyectado en la rabiosa flauta.

Es una guerra antigua en la que los arcángeles se miden contra los demonios. Los mineros le ofrecen cigarrillos y hojas de coca al tío, cobrizo habitante de las profundidades de la mina, un demonio compasivo que regala la muerte al desesperado, y una bocanada de aire fresco al que aún puede conjurar el nombre de la amada.

Así son nuestras fiestas y carnavales, cuerdas que atan lo sagrado y lo profano, lo español y lo precolombino.

Cuando termina el carnaval y comienza la cuaresma es hora de abandonar la carne, entregarse a la fe y la moderación: ¡qué los verdaderos fieles se quiten la máscara monstruosa, abandonen la música pagana, y lanzen al más allá una plegaria ferviente, un sutil cordel entre los mundos!¡Qué se arrodille el capitán de los chasquís, el presidente de los diablos, la sacerdotisa de los mares interiores -ahora secos! ¡Qué se arrodille ante la virgen morena, esa virgen cuyo rostro fue ennegrecido por el aliento de la bocamina!

Incluso en las fiestas que celebran los indios en las zonas más aisladas, la religión católica, la huella de España, se manifiesta con fe y espontaneidad.

En Chile, en Argentina, en los Andes bolivianos, peruanos y ecuatorianos, en Colombia y Venezuela, el catolismo es el elemento cultural que se repite de manera más consistente. No es sólo una religión, es una manera de pensar, una expresión de la cultura. Las manifestaciones son diversas. Los habitantes de Castro, en la isla de Chiloé (Chile) rememoran la pasión de Cristo con mesura y formalidad, los de Paucartambo (Cusco, Perú) le lanzan flores a la virgen y le cantan tristísimas canciones en quechua. En Pelileo (Ecuador) los mestizos celebran el Corpus Cristi construyendo pequeños altares frente a sus casas y decorándolos con flores, y los indígenas salasaca, a escasos metros, bailan enmascarados y en obsesivos círculos los repetitivos ritmos del pingullo, la española guitarra y el tambor.

En Quito, Ecuador, salen de la barroca iglesia de San Francisco los penitentes descalzos con el rostro cubierto, las andas procesionales cargadas por los devotos y protegidas de las masas de fieles por un círculo policial. El rosario por los altavoces parece una súplica a un Dios distante y moribundo. Es Viernes Santo, finales de milenio, y es difícil saber en qué siglo estamos. Hay una fe sincera y que toca la esencia misma del pueblo. Conmueve la severidad del rito.

A pesar de la desaparición efectiva de los obstáculos naturales que suponía la Cordillera, gracias a las telecomunicaciones y la construcción de carreteras hasta en las regiones más aisladas,  la distancia sicológica entre los países andinos persiste de manera sorprendente. He llegado a pensar que los Andes son en verdad un archipiélago cuyas islas están separadas no por el mar, sino por imposibles obstáculos pétreos, comunicadas por un tenué cordón común de lengua y religión.

Reconocer que somos mestizos, hijos de ese viento caprichoso e impredecible de la historia, significa aceptarnos con nuestros defectos y virtudes, con nuestro conflictivo pasado, y reconocer que la diversidad es nuestra mayor fortaleza.

El descanso de las nubes

¡Cuéntame un secreto! ¡Dime dónde nace la transparencia, en qué lugar del mundo se confunden los horizontes, en qué balcón descansan finalmente las nubes? Quiero saberlo. El aire en ese lugar debe ser  tan fino que los pulmones nos recuerdan obsesivos cada inhalación; la luz tan nueva que por más que cerramos los ojos no podemos conservar imagen alguna.

Dime, cuéntame más secretos. ¿Por qué las abuelas se quitan el sombrero antes de entregarse al olvido? ¿Por qué las hijas de generoso vientre tienen el rostro circular de las vírgenes? ¿Dónde guarda el tambor los ritmos del futuro? ¿Cuánto dura la agonía del viento? ¿Cómo llora la muerte cuando está extraviada? ¿Por qué rien con el alma los que viajan entre la noche y el cielo?

Vamos, revélame el misterio de esta tierra, dime qué sueñan los perros amarillos, a dónde camina esa mujer de negro que nunca se despidió del mar.

Buenos Aires, Marzo 2001

Mi padre me llevaba, cuando niño, a pescar en la serranía. El tenía unas botas largas de caucho y se metía hasta la cintura en los ríos correntosos. Caminábamos mucho y papá esperaba,  paciente. Yo llevaba mi cámara y esperaba junto a él. Entonces,  yo ya soñaba en explorar los Andes. Como adulto cumplí mi sueño y recorrí toda la Cordillera. Estas fotos fueron publicadas por la revista National Geographic en el año 2001.

Después de muchos viajes por los países andinos confirmé que somos un pueblo mestizo, que a pesar del profundo dolor de la conquista, a pesar de las injusticias y maltratos propios de nuestra sociedad, a pesar de nuestra historia violenta, tenemos los dos mundos –el blanco y el indio- incorporados en nuestra cultura, en nuestra vida, en nuestro ser. Y parte de la necesaria reconciliación es aceptarnos. Inspirado en esta necesidad de reconciliarme con la historia, y también en la necesidad de procesar el dolor personal, escribí este texto sobre los Andes que nunca fue publicado:

Las sombras de la noche

Todavía me pregunto dónde comienza el país de las sombras y dónde el de los vivos. Según entiendo,  los límites se borraron hace mucho tiempo, en un cataclismo, un maremoto indecible al que algunos llamaron la conquista española: olas cargadas de cruces destinadas a clavarse en el corazón cobrizo de los ídolos.

El instante mismo de su muerte acaecida a varios kilómetros de distancia golpeó la ventana,  “¿hermana, qué haces, por qué no has usado la puerta?”, preguntó mi abuela sorprendida,  “sólo vine a despedirme”,  respondió la sombra.  Para mi abuela no había separación entre los dos mundos. Cuando yo crecía en mi casa de Quito,  compartía el espacio con las almas en pena, las escuchaba subir la crujiente escalera de madera, calculaba sin aliento el corto camino que debían recorrer hasta mi puerta. En el mundo moderno no hay lugar para el misterio de la noche. Los espectros ahora no se molestan en interrumpir mi camino.

La atención que tradicionalmente se prestaba al más allá en el mundo andino era una manera de reconocer que los antepasados nunca se ausentan del todo. Su trabajo, sus sueños, sus amores y desprecios permanecen con nosotros penetrando la muralla silenciosa de la muerte, despertando nuestra atención al pasado, a nuestras raíces. Si no recordamos a nuestros ancestros, si no recordamos la historia cotidiana construida por personas sencillas, aquella que casi nunca se menciona en los libros, difícilmente podemos saber quiénes somos y hacia dónde debemos ir.

Cuando viajaba en los alrededores de Cusco recordaba a un antepasado, un aventurero que como yo había decidido recorrer la Cordillera en alguna misteriosa búsqueda. No se supo años de su paradero, si había perdido la vida en una emboscada o ganado el favor de una moza lozana. Una noche los perros empezaron a ladrar enloquecidos y la familia del extraviado supo que sólo su espectro regresaría.

El Cusco es el corazón del mundo andino, el eje preciso donde confluyen todas las coordenadas: capa sobre capa, herida sobre herida, mano sobre mano, nostalgia sobre nostalgia, piedra cristiana sobre piedra inca. En mi último viaje al Cusco me invadió una tristeza antigua, inexplicable. Allí comprendí que como pueblo tenemos que aceptarnos a nosotros mismos, mirar con dulzura y bondad nuestro mundo mestizo.

El corazón cuando duele

¿Te duele el corazón, papitico, te duele el corazón? ¡Qué bello es el corazón cuando duele! Es como un colibrí que se quiere escapar del pecho, que agita sus alas sin descanso. Esta plaza, la Plaza Mayor del Cusco, la llamamos Huacaypata, es decir   ‘encima del llanto’. Cuando el corazón duele, papitico, lo colocamos dulcemente encima del llanto, para que se humedezca, para que no lo agriete tanta sequía.

Esa es la razón por la que se llora, para darle al corazón la humedad que requiere, para que no se derrote y luego se convierta en un pedregal.

¿Me preguntas qué remedio se usa para el mal de corazón? Es facilito, bien facilito. Agarras las flores más chiquitas, esas piti flores, esas tiernitas cuyos petalitos no se han atrevido a asomar y las pones en agua fresca. La mañana siguiente te tomas el agüita.  Las flores chiquitas tienen toda la energía, toda la esperanza, tienen el poder de despertar un brote aquí, un brote allá.

Pero papitico, no trates de arrancarte el corazón del pecho. Cuando a ti te duele la mano tú no la tratas de cortar con un cuchillo, cuando te duele la pierna no la dejas botada en el camino. ¿Por qué es que cuando te duele el corazón lo quieres sacar de tu pecho, arrancarlo de un solo golpe? A tu mano la cuidas, la acaricias, a tu pierna le pones ungüentos y le das descanso. ¿Por qué a tu corazón lo quieres arrancar de tu pecho? Tu corazón es más bello cuando llora, necesita agüita de piti flores, necesita ungüentos, necesita caricias y descanso. Pídele a tu corazón que llore, llévalo a la plaza de Huacaypata y déjalo que revolotee como un colibrí.

Cuando descubrí la desilusión,  quise subir al monte y envenenarme, como lo hizo mi padre. Lo intenté, pero no pude. Es que me habló el viento.

¿Cómo habla el vendaval? Cerca de los precipicios aúlla, cerca de las vertientes,  canta. El viento es a veces dulce y otras veces se encabrita. Hay que escucharlo, siempre nos dice dónde estamos, dónde esta la quebrada, dónde el manantial.

Así mismo es el agua. El agua también habla si la escuchamos.

Hablan el sol y las estrellas, hablan las plantas rastreras y las trepadoras, habla la tierra, pero,  sobre todo,  habla el viento.

¡Qué bella es la desilusión, papitico! Con el tiempo la herida se convierte en un caprichoso torbellino que reaviva la memoria.

¿Has visto una casa campesina con espejos? El campesino no necesita mirarse, no tiene imagen de sí mismo. Se confunde con la tierra y es  implacable como el viento.

¿Me preguntas qué son los Andes? Te lo voy a decir. En quechua se le llama Antis o Antisuyo a la Cordillera oriental. Cuando uno sube a estas cumbres ve a la distancia unos montes mucho más altos, unos montes rodeados de selva, imposibles de escalar, terribles y misteriosos. Esos son los Antis, los Andis, los Andes. Allí en ese lugar lejano y misterioso van a parar nuestros ancestros, allí en ese lugar van a parar nuestras penas.

Mucho se parecen nuestros muertos y nuestras penas, por eso van al mismo lugar. Los muertos siempre dicen  “me voy, pero volveré”, y eso siempre hacen las penas, se van pero siempre vuelven. Y cuando regresan les damos la bienvenida como a parientes extraviados, como a viejos amigos.

¡Qué bella es la tristeza, papitico, qué bello es el corazón cuando llora! Cuando llora es como un colibrí que se va hasta los Antis y conversa con los muertos, y conversa con las penas.

Las Ficciones de Mario Vargas Llosa

Para el libro ‘Andes’, publicado por National Geographic en el año 2001, Mario Vargas Llosa escribió las veinte pequeñas ficciones a continuación:

ADVERTENCIA DEL ESCRITOR
 
Los textos que aparecen a continuación no son descripciones objetivas de las fotos a las que acompañan. Son fantasías, ficciones, invenciones, inspiradas en las imágenes tomadas por Pablo Corral en su recorrido por los Andes. No pretenden dar una información exacta sobre el contenido de las imágenes, sino recrear, con ayuda de la imaginación, el contexto psicológico, social y cultural que inspiró al artista. Para escribirlos, he trabajado con la misma libertad con que lo hago cuando escribo una novela: cotejando la realidad con mis propios fantasmas y dejando que de esa alianza de realidades disímiles vaya surgiendo una nueva realidad, con ayuda de las palabras. Quisiera añadir que el mundo de los Andes no me es ajeno. Nací en Arequipa, una ciudad de la sierra del Sur del Perú, famosa por sus volcanes y terremotos, cuyas casas antiguas y templos están hechos de sillar, que es la lava petrificada. Y pasé mi infancia en Cochabamba, una ciudad de la sierra boliviana, cuyo paisaje es el primero que registró mi memoria. Y, desde entonces, aunque he vivido luego sobre todo en la costa , vez que he vuelto a escalar los Andes, y respirar su aire purísimo, y sentir que se me encrespaba un poco la sangre con la altura, he tenido la sensación del hijo