Rezandera en Arequipa
Con los ojos cerrados, una expresión contrita, unos devocionarios en las manos y un rosario de cuentas blancas en el cuello, la señora reza al pie de la modestísima tumba de ese cementerio arequipeño, erigido por los pobres en pleno arenal, al pie de los volcanes. La señora reza para que Dios perdone al difunto los pecados que pudo cometer en su vida, para que saque cuanto antes a su alma lastimada del Purgatorio y la lleve junto a Él, a gozar de la divinidad en el Paraíso.
La señora no conoce al difunto, nunca lo vio ni oyó hablar de él en vida, y su nombre, que acaba de aprender para poder rezar y apiadarse de él con más convicción, lo olvidará apenas salga del cementerio y los deudos del difunto le abonen el modesto salario que ella cobra por sus servicios.
Ser una rezadora profesional no es fácil. Exige pureza de sentimientos, honda piedad, un amplio conocimiento del ritual católico asociado a la muerte, y una excelente memoria para recordar todas las oraciones que se rezan por los difuntos. También, una capacidad histriónica para identificarse con aquellos deudos desconsolados por la pérdida de un ser querido que la llaman para que con sus llantos y rezos dé más prestigio y dignidad a los entierros y velatorios. La señora tiene todos esos atributos y por eso es muy solicitada. A la humilde barriada donde vive, en una casucha sin agua y sin luz, vienen a solicitar sus servicios de muchos barrios, incluso alejados, y, a veces, hasta de familias principales. Ella a nadie defrauda. Además del nombre del difunto, suele pedir una fotografía, para conocerlo, apreciarlo y amigarse con él, de modo que sus lágrimas, en el velatorio, y sus rezos en el cementerio, broten con más sinceridad, como manifestación de un profundo y auténtico pesar.
El corazón de esta señora es tan grande como el Misti, ese volcán majestuoso que hace temblar el suelo de Arequipa.