Rumanía

Fotografías y texto por Pablo Corral Vega

Llegué cansado en el tren de la mañana y fui a mi pequeña pensión, una casa sencilla con flores en el balcón, en el pueblito de Botiza, cerca de la frontera con Ucrania. Había empezado a cerrar los ojos cuando el dueño del hotel llamó a mi puerta angustiado: “¡Le buscan, le buscan señor Corral!”. “Es imposible, yo no conozco a nadie aquí”, le dije. “Sí, es a usted a quien buscan”.

Al bajar me encontré con un hombre menudo, de unos ochenta años, jorobado, con lágrimas los ojos. Se quitó el sombrero y con mucha timidez me dijo: “Ha muerto mi esposa, el sol de mis días, mi compañera, mi Ioana. Me contaron que usted llegó al pueblo y venía a pedirle que nos acompañe. Venga por favor a mi casa”.

Era una pequeña casa de madera tallada, cubiertas las paredes con tapices e íconos, casa de campesinos. Me invitaron a entrar al dormitorio donde se velaba a la señora Ioana. Solo las mujeres estaban paradas alrededor del ataúd. No lloraban: cantaban. Unos cantos lastimeros, desgarrados, que recogían el dolor y lo elevaban. Las mujeres se turnaban en el canto. “¿Recuerdas Ioana cuando caminábamos por el monte y pastábamos las ovejas?” decía la una. Y la otra respondía cantando: “¿Y recuerdas cuando horneábamos el pan y conversábamos y tejíamos junto al fogón?”. Cada amiga tenía un recuerdo, una estrofa improvisada, y juntas iban reconstruyendo la vida de esa mujer campesina.

¡Qué dulzura en esa despedida, qué dolor sentido, verdadero! A través de encuentros como estos, uno se siente parte de la familia humana.

En Rumanía me sentí como en casa. Es un país latino. El idioma rumano comparte raíces con el español, mi lengua; y es un país más bien pobre, como el mío. A las pocas semanas, ya comprendía lo básico. Fui a fin de hacer un reportaje para una estupenda revista española que se llamaba Planeta Humano. A diferencia de los demás países de la órbita soviética, el comunismo terminó en Rumanía de manera violenta: el nefasto Ceausescu fue ejecutado luego de una multitudinaria rebelión.

Aún se encuentran en todo lado rastros del régimen desmesurado de Ceausescu. El dictador estaba convencido de que construía un nuevo país, una sociedad en la que todos serían iguales y la justicia sería para todos. En tal contexto, nada de lo que había existido antes tenía valor ni sentido.

Uno de los programas más ambiciosos del gobierno pretendía arrasar con motoniveladoras los pequeños pueblos medioevales, para construir modernas ciudades industriales. El dictador tuvo tiempo de destruir algunos pueblitos de madera. Ahora, en las tierras que ocuparon durante siglos, sólo quedan en pie unos edificios multifamiliares abandonados: los pueblos perdieron su vitalidad, su espontaneidad.

Algo parecido ocurrió en Hunedoara. El gobierno decidió construir la planta siderúrgica más grande de Europa, la que supuestamente llevaría a Rumanía a la modernidad. Se construyó un gran elefante blanco y una ciudad para treinta mil personas a fin de que vivieran en ella los trabajadores. Cuando Ceausescu cayó, entraron hordas enfurecidas a la fábrica y la saquearon. Hunedoara es ahora una ruina humeante, un monumento a la arrogancia del hombre industrial.

No logro comprender cómo hay quien, de buena fe, todavía sueña en la implementación de gobiernos de corte soviético; cómo hay personas que aún creen en los socialismos estalinistas, a pesar del desastre que estos regímenes provocaron en el mundo. Lo que caracterizaba a estos gobiernos fácticos era, simplemente, el hecho de que estaban inspirados en un gran proyecto de reingeniería social, una visión que se pretendía “verdadera” del mundo, y, al mismo tiempo, los gobiernos carecían de órganos de control independientes, de contrapesos.

Tengo la convicción de que toda dictadura, de que todo gobierno que ejerce el poder sin respetar límite alguno, es un gobierno nefasto. Las dictaduras, sean de izquierda o de derecha (categorías que sirven para descalificar al que no piensa igual) son solo eso: dictaduras. No importa si están inspiradas en la bondad cristiana o en la voluntad de construcción de una sociedad igualitaria contraria al imperialismo, no. La sustancia, la base de una sociedad moderna es el reconocimiento de los derechos de cada persona, de los derechos del otro, del que no piensa igual. Y, por otro lado, la necesidad de que el poder -todo poder- contemple límites, contrapesos.

Rumanía es un país que sufrió durante décadas la tutela de un gobierno refundador y mesiánico. Basta recordar la historia para comprender que en nombre de las utopías se ha creado pobreza, guerra, hambre. O, simplemente, ineficiencia, capricho, personalismo, pobre populismo que envilece las ideas y nos hace creer que es mejor dividirnos que encontrar nuestra identidad en la pertenencia a la gran familia humana.

El país se está liberando rápidamente de sus prejuicios, de sus taras. Las ciudades son modernas y están plenamente integradas a Europa. Los pueblos del interior, en cambio, son tesoros vivientes de una agricultura más cercana al campo, a las tradiciones, a la comunidad; de un estilo de vida en vías de extinción en Europa. En estos pueblos aún se canta con fervor a los muertos, aún se invita con calor a un extraño a compartir sus duelos, y se celebra el valor íntimo del pan y de la tierra.