Cuando nos abrimos a la vida
Charla de Pablo Corral Vega en el evento «Cuando el Alma Florece», el 16 de agosto de 2025:
Transcripción:
Hace aproximadamente un mes, salí a mi jardín y me encontré con un espectáculo que me conmovió. Mi arupo, un árbol que ha sido parte de mi vida desde la infancia, estaba en plena floración, cubierto por cientos de flores rosadas que parecían encenderse bajo el cielo azul intenso de Quito. Esa visión me llenó de una alegría difícil de describir. En ese instante, nació la pregunta que hoy nos convoca: ¿Qué pasaría si los seres humanos pudiéramos florecer con la misma espontaneidad, naturalidad, fuerza y coherencia con la que florece este precioso arupo? Quizá algunos de ustedes ya lo han visto hoy en mi jardín.
Me pregunto cómo seríamos nosotros, como seres humanos, si pudiésemos abrirnos a la vida siguiendo nuestro propio ciclo interior, sin forzar nada, sin máscaras, dejando que la belleza y la verdad broten de nosotros como las flores del arupo, obedeciendo a una naturaleza profunda que no necesita aprobación ni permiso para expresarse.
Me refiero a una vitalidad y coherencia que comprometen todo el ser. El filósofo español Miguel de Unamuno decía “Hay personas, en efecto, que parecen no pensar más que con el cerebro, o con cualquier otro órgano que sea el específico para pensar, mientras otros piensan con todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida”.
No hablo de una vida en estado permanente de plenitud, de eudaimonía como le llamaban los antiguos griegos a la vida plena y recta.
Me refiero a un estado impermanente, pero no por eso menos importante, de armonía con el cosmos, de aceptación plena de la vida. La sincronicidad de Jung. El placer precioso de estar vivos en consonancia con todos los seres que lo habitan.
Fíjense, este estado absoluto de placer no es un hecho abstracto y no es un hecho solitario. Pasa por la experiencia de estar conectados con algo mucho mayor a nosotros, a la naturaleza, al orden universal, al misterio, a Dios, o como queramos llamarlo o entenderlo.
Cuando miramos el cielo en una noche oscura y estrellada, hacemos silencio. ¿Qué podemos expresar ante el misterio? ¿Qué palabras pueden explicar aquello que supera nuestra capacidad de narrar o entender?
Es la gran paradoja de la plenitud, lo que nos conduce a ella es el silencio, el vacío, el estado de presencia y asombro…
La cultura y la filosofía son, en esencia, los mapas que nos permiten navegar la experiencia humana: el dolor, la muerte, el amor. Sin una cultura viva y una comunidad que la encarne, careceríamos de las herramientas simbólicas y prácticas para procesar las grandes vicisitudes y posibilidades de la vida. Incluso la alegría más pura, o el placer más intenso, en completa soledad, se vaciarían de sentido.
La vitalidad verdadera no surge del aislamiento, sino de la conexión profunda. Conexión con el cosmos y sus misterios, con la tierra que habitamos, pero también con las personas que nos rodean, con la comunidad que nos sostiene, con quienes amamos y nos aman.
Por eso, la filosofía no debe ser vista como un ejercicio intelectual distante, sino como una guía vibrante, encarnada, capaz de transformar nuestra vida. En ella encontramos la brújula que nos orienta. Tomar la filosofía como aliada es permitir que ilumine nuestros caminos, no como una luz externa, sino como un fuego que arde desde dentro y nos conduce a florecer en la plenitud de nuestra propia naturaleza.
Carl Sagan, para mí uno de los grandes filósofos del siglo XX, popularizó la astronomía y nos acercó a la inmensidad del cosmos. Para su famosa serie de TV escribió una inolvidable dedicatoria a su esposa Annie Druyan: “En la inmensidad del espacio y la vastedad del tiempo, es mi alegría compartir un planeta y una época con Annie.”
Es un reconocimiento de la vida como un milagro, no en el sentido religioso, sino en el sentido científico y estadístico. Escribi hace unos años este poema:
Es así,
has esperado
siglos por tu piel.
Para que existas
tu ADN ha viajado
milenios, mil milenios,
se ha ido construyendo,
recomponiendo,
se ha extraviado
en los vericuetos
de la evolución,
del placer, ha llegado ansioso al
encuentro de dos amantes, de tus padres
de tus abuelos, de tus bisabuelos…y así hasta
la sopa primigenia en que la vida se hizo vida.
El testimonio casi infinito de los encuentros.
Y sí…ha llegado.
No se ha retrasado
ni un día, ni una hora,
ni un segundo, ni un microsegundo.
Las amorosas instrucciones
de todos tus ancestros han llegado,
te han sido concedidas.
En ellas consta la arquitectura precisa de tu cuerpo, la arquitectura de tus emociones ancestrales.
Cada uno de esos encuentros —a veces buscados, a veces fortuitos, a veces violentos, a veces llenos de amor— fue necesario.
El milagro estadístico que hoy nos reúne aquí, hablando del espíritu, la plenitud y la vitalidad, es tan profundo que cuesta abarcarlo con la mente.
Pero además de todo lo que mencionamos respecto a nuestros ancestros, tuvimos que coincidir en la inmensidad del espacio y la vastedad del tiempo.
Carl Sagan decía algo que para mí es de una belleza inmensa: nuestra conciencia es una de las maneras que tiene el universo de conocerse a sí mismo. Habrán muchas más conciencias, inimaginables para nuestra limitada cognición y fugacidad, pero nosotros somos una de ellas, preciosa.
Somos parte de un universo donde todo está conectado a niveles infinitesimales y cósmicos, donde las distancias a veces parecen no importar, donde el entrelazamiento cuántico desafía nuestras nociones de separación.
Somos parte de un planeta vivo donde cada ser cumple una función específica. Como decía Lynn Margulis, una de las más grandes biólogas evolutivas, todos los seres de este planeta hemos evolucionado juntos —no hay unos que llegaron “antes”— todos compartimos el mismo tiempo evolutivo y ocupamos un lugar preciso en esta cadena potente de la vida.
Nuestra conciencia no es solo un estado personal: es un reflejo del universo que, a través de nosotros, se pregunta, se asombra, se reconoce.
Hace poco, un amigo me decía: “Yo no soy filósofo, me queda grande ese título”. Y estaba totalmente equivocado. Todos tenemos la posibilidad de ser filósofos, porque la filosofía no nace únicamente de las obras de otros pensadores, sino de la experiencia misma de vivir. La fuente primaria de la filosofía es la experiencia —dolorosa, placentera, intensa— de nuestra propia vida: los valles y las cumbres que atravesamos.
Hoy está de moda “manifestar” deseos para que se hagan realidad. Pero los deseos son siempre una forma de limitarnos: ¿quién puede saber realmente lo que el universo le tiene reservado? Lo que manifiesto es siempre, en el fondo, una expresión de mis miedos y mis límites.
Hay un camino espiritual más profundo: confiar. Es la confianza que se expresa de manera tan hermosa en esa oración que es el corazón espiritual del cristianismo, en el Padre Nuestro: “Señor, hágase tu voluntad, no la mía”. Es decir: no sé qué es lo mejor para mí. Confío.
Esa actitud resuena con el amor fati de los estoicos y de Nietzsche: amar el destino, amar lo que uno fue, lo que uno es y lo que uno será, como una actitud vital. No se trata de justificar o permanecer inmóvil frente a los grandes acontecimientos de la vida, sino de apropiarse plenamente de la experiencia vivida y transformarla en esperanza y certeza. El Übermensch, mal traducido como “superhombre”, no es un ser humano superior, sino el ser humano libre de resentimientos y de miedos, el ser humano que confía y es capaz de florecer.
La gramática del amor
Los antiguos griegos tenían una claridad absoluta: las dos grandes fuerzas que configuran el mundo espiritual humano son el amor y la muerte, el Eros y el Tánatos. Sin amor, sin conexión, la vida carece de sentido. No somos islas: necesitamos del otro como espejo, como posibilidad. Cada ser humano, cada criatura que existe, encarna una perspectiva única e irrepetible.
Sin embargo, somos profundamente ignorantes en lo que respecta al amor. Rara vez se habla con la claridad necesaria sobre qué es realmente el amor. El amor es, ante todo, diálogo: una apertura radical hacia el otro. Es la profunda sorpresa ante la dimensión expansiva del otro.
El amor en estos tiempos se reduce con frecuencia a una sexualidad performática, una sexualidad llena de exigencias, obligaciones y miedos. Y es que entramos al espacio más frágil y sagrado con las botas enlodadas. En lugar de construir juntos a través de la sexualidad el lenguaje de la atenta escucha, de la celebración radical del otro, jugamos el tira y afloja de la negociación y el poder, nos enfocamos en cómo exprimirnos mutuamente todo el placer que podamos, o calmar angustiados los miedos y abandonos.
Buscamos como un grial el orgasmo, ese momento en que finalmente detenemos la mente angustiada, y cedemos el control y nos entregamos al misterio. A pesar de la falta de cuidado con el que solemos llegar a él, cada clímax es una experiencia transformadora.
La sexualidad se ha reducido a extraernos todo el placer que podamos, en lugar de construir juntos sentido, diálogo, ternura.
Nos enfocamos en alcanzar la cumbre del placer en lugar de abrazar el milagro del encuentro con otro ser precioso y consciente en la inmensidad del cosmos y la vastedad del tiempo.
Esta verdad se vuelve tangible cuando pensamos en una madre que acuna a su hijo recién nacido. Ella sabe que es perfecto, que nada puede pedirle o exigirle salvo el milagro precioso de ser. Un amante que reconoce en su amante la perfección del cosmos, que se contempla a sí mismo descubre la potencialidad y el poder del diálogo, la conversación viva que da forma y sentido a la existencia.
En el mundo andino existe el concepto de ayni, o reciprocidad. Sin reciprocidad, no hay diálogo posible. Imaginemos a una madre o un padre que sufren por las decisiones de su hijo, y que lo aman más solo si cumple sus expectativas o deseos. Ese padre o madre, al no ofrecer un amor incondicional, enseñan una gramática del amor en la que el niño, y luego el adolescente o adulto, se convierten en mendigos de afecto. Personas que buscarán siempre a alguien que, esta vez sí, los ame sin condiciones: no por lo que hacen o tienen, sino por lo que son.
En los años 70, Dorothy Tennov acuñó el término limerencia, un concepto fascinante.
Lo que hemos llamado tradicionalmente locura de amor, amor romántico o amor platónico, en realidad no es amor: es una obsesión, una enfermedad de la mente. La limerencia describe un estado en el que la mente se fija de manera repetitiva en un otro, con la esperanza de que nos brinde aquello que más anhelamos: amor incondicional.
El amor, para serlo, debe reconocer el milagro y la dignidad del otro, la profunda libertad de su alma. Debe ser diálogo, ayni, reciprocidad. El amor maduro y consciente no es un amor-necesidad, sino un amor-potencia amor-poder: no busca completarse a través del otro, sino expandirse junto a él.
Los antiguos decían una frase sabia: “A quien te quiere, quiérele; a quien no, no le hagas fuerza”. Sin embargo, hemos aprendido en nuestras casas y sociedades una gramática del amor centrada en el “yo, yo, yo”: yo que necesito, yo que quiero ser amado, yo que busco a esa persona para transformar mi existencia y darme la plenitud que no he encontrado en mi propia vida.
En lugar de buscar la plenitud, de reconocernos como dignos hijos e hijas del cosmos —precioso milagro estadístico— y en la capacidad de entablar un diálogo que involucre todo nuestro ser, nos acercamos a los objetos amados como si fueran soluciones mágicas para llenar nuestro vacío y nuestra soledad.
La limerencia es, en esencia, un estado de mendicidad emocional, de necesidad; lo contrario de la plenitud. En ella establecemos relaciones obsesivas, exigiendo al otro que se someta a nuestra voluntad o soñando que algún día aprenderá, por sí mismo, a celebrar la maravilla que en realidad sí somos.
La limerencia es una relación coja: una relación en la que uno “quiere más” que el otro, donde no existe un diálogo verdadero ni un reconocimiento pleno de la dignidad y la libertad del otro.
Así también ocurre en ciertos vínculos familiares: una madre que pasa noches enteras preocupada por las decisiones “equivocadas” de su hijo o hija, que lo ama hasta asfixiarlo, o un padre que pretende elegir el destino perfecto para ellos —un destino de abundancia económica pero carente de riqueza emocional— está promoviendo una larga cadena de obsesiones limerentes. En esos casos no hay amor pleno, sino un apego condicionado que traiciona la libertad y la autenticidad del otro.
La psiquiatría, la psicología, el psicoanálisis, la psicoterapia y la filosofía pueden hacer mucho para combatir esta enfermedad que es la limerencia. La limerencia no se aplica solo a las personas: también puede dirigirse a las cosas, a la obsesión por los objetos, a relaciones sin contenido, sin significado, sin conciencia. Creemos que esas personas —personas que en realidad tratamos como cosas— serán soluciones mágicas para nuestro abandono.
La verdad es que todos, de algún modo, hemos sido abandonados. Es decir, se nos enseñó a amar de manera condicional.
La limerencia es la enfermedad de nuestros tiempos: la falta de reciprocidad, una gramática del amor incompleta, donde priorizamos al yo necesitado o al tú supuestamente perfecto, inalcanzable e inasible, en lugar de cultivar el nosotros verdadero, frágil, tembloroso, que se acerca con curiosidad y gratitud al milagro del otro.
En tiempos antiguos, las brujas y los brujos eran representados junto a un caldero. El caldero es el lugar donde se remueve una y otra vez el pensamiento obsesivo. Es la obsesión desbocada, la ausencia de silencio, la falta de asombro ante la maravilla y perfección de la vida, del cosmos. Es lo contrario del Padre Nuestro, de la confianza absoluta en el destino. Es la manifestación del deseo.
¿Se dan cuenta de cómo la manifestación del deseo es una expresión de pobreza? Cada vez que deseo —esa persona, esa cosa— y lo manifiesto, me vuelvo más pobre, más limerente, más obsesivo, más vacío.
Les hablo de algo íntimo, algo que me ha sucedido. Hace dos años estaba agrisado, vencido, disociado de mi propia alma: limerente, con deseos insatisfechos, medianamente creativo, empobrecido, mendigo de amor, y lo que es peor, asediado por otras personas limerentes.
Había olvidado el milagro de vivir. El simple y profundo placer de respirar… lo había olvidado.
Y es curioso: en ese momento de mayor tristeza y oscuridad, fue la alegría la que penetró el caldero de la mente obsesiva. La alegría siempre llega acompañada de presencia y gratitud. Cuando la alegría volvió a mi vida por un extraño accidente, recordé quién soy. Me reconecté con mi alma. Luego llegó la claridad, para recordarme que no estoy loco, que lo que veo es verdadero. Y después, la valentía para empuñar la espada y cortar los hilos, las telarañas y los miedos.
Ha sido un proceso de profunda belleza. Me he reencontrado con el joven que fui: enamorado de la vida. Y se los comparto no porque me interese hablar de algo tan personal, ni como monumento al ego, sino por una razón sencilla: porque es necesario, indispensable, que enseñemos a nuestros niños, a nuestros jóvenes y a nuestros adultos la gramática del amor.
La soberanía del alma
En ciertos momentos de la vida necesitamos pedir ayuda: a otros, a la religión, a la fe, a la espiritualidad, a los ritos. Todas esas ayudas son importantes.
Pero, en último término, el camino a la plenitud y a la reconexión con uno mismo pasa por recuperar la soberanía del alma, el profundo y verdadero silencio.
Nadie y nada puede interferir en esa soberanía: ni los pensamientos, ni los deseos de nuestros padres, ni la mente envidiosa o desbocada, ni el amor limerente de quienes creen amarnos, ni nuestra propia loca de casa, ese monólogo interno que confundimos con nuestra conciencia.
Nuestra alma, para florecer, necesita estar limpia y desnuda: libre de todo discurso y narración, simple, sin adornos.
Tenemos que reaprender el lenguaje del amor, y recordar que con las palabras bendecimos y maldecimos, marcamos el destino de los otros.
Las palabras, y los pensamientos en que viajan, son poderosas.
Es fácil reconocer la luz: está en el florecimiento, en la libertad, en la dignidad, en el respeto a la autonomía del otro, en el bendecir o biendecir; la oscuridad, en cambio se reconoce en el deseo, en el control.
Debemos reaprender también el lenguaje de los ritos, porque los ritos hablan con esa dimensión de nuestra existencia que habita debajo de la conciencia, pero que no por ello es menos importante.
Los ritos, cuando se construyen con disciplina e intención, limpian el alma, el corazón y el cuerpo de toda interferencia. Hay que limpiar, abrir las ventanas, quitar el polvo y las telarañas, lavar con agua los miedos, reconocer la fuerza transformadora de la sabiduría ancestral.
Es necesario promover un diálogo entre la filosofía, la psicoterapia y la espiritualidad ancestral. Debemos limpiarnos de los pensamientos limerentes, de los deseos propios y ajenos. Necesitamos promover el diálogo, la reciprocidad.
Tenemos que recuperar la dignidad y la fuerza de nuestro espíritu desnudo: un espíritu que confía absolutamente en el precioso milagro de vivir, que sabe que la vida, tal como fue, es y será, es perfecta.
