La fotografía es la forma del silencio
La fotografía es la forma del silencio. Acalla actitudes, sentimientos, soledades, pasos; acalla la palabra misma para que siga siendo la que fue aquella vez, diciéndose tal cual, inagotablemente.
En infinitas fotografías se suceden infinitos silencios, todos distintos, desde el instante detenido. Pues todo instante que se detiene, calla, mientras la vida muestra cómo el silencio es la más vigorosa forma de comunicación. Así, este libro -conocimiento hecho de silencio, de instantes inmovilizados en la vida de Pablo Corral entregado a mirar más allá de sí mismo- nos dice tanto en estas imágenes recogidas a lo largo de veinticinco años de mirar para aprender a mirar; de apasionarse por la naturaleza y por la gente; de soñar los sueños de los otros.
Un mundo traspasado por la mirada que osó detenerlo para gozo y tristeza, para inquietud y sueño de quienes lo observaríamos y lo observarán aún, separados ya de esa primera mirada casi niña de Pablo que, al plasmar cada imagen, ya no era inocente. Porque una mirada que va sabiendo cada cosa; que se prueba en todo lo que ve con ver sensible, cargada de otras imágenes y de tanta ilusión, perdido el vacío del primer candor, ya no se deja sorprender, aunque en los sucesivos momentos del camino vaya descubriendo mil mundos y un mundo: frailejones en el paisaje, cumbres azuladas, nubes que pasan; viento que sorprende las faldas de las niñas; ojos enamorados de la mujer que abraza con ternura de amante-madre-hermana al hombre cuya voluntad se le escapa, para hacerlos llegar a nosotros en el deseo de ella, en el cinismo de él, doble forma humanísima de amar, de experimentarse ser y de vivir -repetición, tal vez, de algún instante de nuestra propia vida.
En cada escena silenciada y mil veces expresiva, está el artista que las hizo. Está el protagonismo de paisajes, personajes, sucesos detenidos. Y estamos nosotros, observadores tampoco inocentes.
Tal triple conjunción ilusoriamente simultánea de fotógrafo, tema y observador recrea universos, recrea el universo. La mirada pulida y pudorosa de Pablo, dotada de un ‘olfato’ seguro, atrevida y presente, se desafía a sí misma, se mira a sí misma; se exige, se exalta y permanece en cada una de las fotografías y desde ellas nos mira. El instante, captado una vez por su mirada tras la cámara, reservado para un siempre que nos supera, está. Y nosotros, que tentados por su universo, creemos ver lo que vemos y sentir lo que la escena nos inspira…, nos sensibilizamos, gozamos, sufrimos; nos rebelamos, amamos, creamos, a tenor del estímulo estético: el ser detenido del suceso, de la piedra, de la nube, de la pluma y la sonrisa, del gesto de amor o de melancolía… Nosotros estamos.
“¿Qué hay en una rosa?”… “¡No la toquéis ya más!”, dijo el poeta. ¿Qué hay en una foto? Cuanto desde ella nos llega; lo que el artista miró y detuvo, para proponérnoslo como desafío; lo que nosotros intuimos o inventamos al azar de cuanto la foto nos sugiere: tríada que solo puede ser traducida por el silencio. “No la toquéis ya más”…
Lejos, las arduas discusiones sobre el valor de sugerencia de la foto en blanco y negro, y la frivolidad que los puristas encuentran en el color de la fotografía digital, en el ‘mínimo esfuerzo’ que le atribuyen. En este caso, no tienen razón. La realidad es a colores; captarla tal cual no es traicionarla. Cada color es expresión, sugerencia, vida y también muerte. Y en cuanto a la perfección que la técnica procura, nada sería sin el ojo que crea, sin el sentido estético previsor, sin el espíritu que llena cada escena de su propio, magnífico silencio.
Desde luego, el instante detenido en la fotografía nos habla por sí mismo. A tal punto puede ser intenso, que no necesitamos palabras, añadidos, justificaciones ni explicación ninguna sobre él: la anécdota, el paisaje, el dolor; la alegría, la luz y la sombra nos hablan.
Podemos, sí, buscar al artista tras las fotografías, en el porqué de su elección. ¿Por qué quiso mostrarnos este paisaje y no otro? ¿Por qué, este país, de entre los incontables que ha recorrido y ha mirado? ¿Estas personas qué hacen? ¿Por qué se hallan aquí? ¿Quiénes son? ¿Cuáles son los temas preferidos en los que podemos agrupar, quizás, estas imágenes?
Llama la atención lo reiterado de ciertos motivos. Como en los cuadros flamencos el umbroso interior del hogar o en los de Botero las atormentadas y deleitosas formas de la carne, en estas fotografías reposa, más allá del paisaje cuya belleza justifica mil acercamientos, la cotidianidad en los más simples hechos: el juego, la infancia; el viento, el mar, el río coprotagonistas de escenas de la vida sencilla -paseos gozosos al atardecer camboyano, comidas campestres o a la orilla del mar, ropa pobre y limpia que se hincha con la brisa. En lo cotidiano, ¿cómo no habrían de reiterarse las mujeres, jóvenes madres alertas, priostes de rostro virginal, caras adustas de triste y serena seriedad, expresivas en su valiente pobreza, mujeres de cada día, guardianas de la vida y de la muerte, espectadoras sabias del dolor y de la ruina; orantes, reflexivas, o felices y bellamente frívolas en la exaltación de la juventud y del amor, en el milagro de la danza y de la desnudez? Mujeres que sellan y dan sentido de milagro a cada acto rutinario. Madres, hermanas, hijas; adolescentes cálidas, abuelas de rostro misericordioso, en su piel la enseñanza de todas las vidas.
Hombres que sueñan en la mujer distante, y quizá también, en la mujer distinta. En cada ámbito asumen actitudes idénticas. La fruición de un cigarrillo y el misterio del humo que se evade en el aire: colores, nubes nuevas surgen desde las bocas. Miradas que se alejan. El hombre y el trabajo de cada día y la preocupación y la pobreza, y el amor…
Se silencia el instante, para que hable para siempre… Los jugadores de básquet en quién sabe qué vieja, pobre cancha, la sombra de la pelota en la pared, mientras la alegría rebota hasta el cielo. Sábanas al viento, ropa al viento, la mujer que lava, el perro callejero… Los frailejones en el páramo, y las tangueras que, lejos, al sur, esperan, cabellos teñidos de rubio, rostros azarados por la vida, al tanguero que pasa, que mira, que no se detiene… Juntas, ellas sostienen hombro con hombro el peso de su soledad, sonríen tras las mesas, comentan, conocen.
El instante detenido de cada foto nos permite repetir, volver a ellas hasta sentir la textura del adobe en los dedos, los ojos deslumbrados en el blanco de los muros o en el de algún vestido de fiesta pobre, el viento en los párpados. El silencio del instante dice tanto, dispone de tal modo las cosas, los susurros, las ansias… Su gracia nos procura regresar a las imágenes y a partir de ellas, reconstruir ese mundo y la mirada que en aquél se detuvo.
Cada foto nos atrae y nos apresa en inmovilidad solo aparente. Cumple, en este sentido, la misión que Alain atribuye a la belleza: “lo bello nos detiene”. Lo he experimentado de modo particular aquí, en cada imagen de estos veinticinco años donde todo detalle nos pide detenernos. Pero, además, he de agradecer que en este libro lo bello llena el alma, plenamente. Nos detiene y colma.
La belleza tampoco necesita ser dicha para contenernos, pero nosotros, mortales y borrosas imágenes atravesadas de tiempo, necesitamos, paradójicamente, traducir la impresión que la fotografía nos causó; apelar a la ambigüedad de la palabra para cumplir la vasta pretensión de desambiguarla. Me pregunto por qué escribo; quizá solamente para encontrar las razones de callar.
Y tenemos –tengo- derecho a fabricar ilusiones cuando asisto al amor de Pablo en la mirada del muchacho enamorado que mira a la chica a quien corteja; a su deseo, en el deseo de la pareja tanguera cuyas mejillas juntas culminan la unión fugaz del cuerpo con el cuerpo; en ese paso detenido que fue un instante y ya no es, como el deseo. Asisto a su soledad en la montaña agreste, en las heladas cumbres azules de pura belleza sin aditamentos. Asisto a su pasado que evoca, en esta selección hecha con humildad tan verdadera –doblemente humildad que es, a la vez, verdad y, a la vez, cierta-. ¿Va Pablo hacia la luz o deja que la luz penetre en él? En apariencia, hay dos momentos en aquel que es uno solo: la mirada es mirada por el objeto que mira; el objeto mira la mirada con que es mirado. Mirada y objeto se unen en el momento único, íntimo, violento y vulnerable del clic que los dispensa. Y el resultado de este doble mirar es una imagen que se ignora a sí misma y nos llega tachonada de incertidumbre, para permitirnos atisbar el fondo de aquello que dijo Rilke: ‘La belleza es el grado de lo terrible que los seres humanos podemos soportar’…
Dejémonos alertar por esta fiesta de color, este milagro de cotidianidad, estos paisajes del alma. Profundamente, duelen. Su belleza nos transmite lo efímero de la belleza. Su juventud, lo pasajero de un tiempo que, a fuerza de estar siendo, está dejándonos de ser, pues somos nuestro tiempo: somos tiempo. Este tiempo, su tiempo, el tiempo de cada imagen es la alegría del dolor en el alma. Es, felizmente todavía, ese grado de lo terrible –pasar, dejar de ser, soñar en seguir siendo lo que ya, definitivamente no se es- que nuestro corazón aún puede tolerar…
Es más: necesitamos de esa bella exigencia para empezar a ser verdaderamente. Al abrir un libro de poesía, de poesía verdadera, ¡cuántas veces hemos sentido la necesidad de volver a cerrarlo sobre la estrofa balbuciente, herida de creación! Cuántas hemos experimentado una especie de culpabilidad secreta porque no pudimos tolerar su lectura. Cuántas, volvimos a abrir el libro en aquella página y volteamos la hoja anhelando ser capaces de recrear el poema en el miedo y la incertidumbre de tanta bella evidencia… Lo mismo sucedió con estas fotografías. Cuando las vi junto a Pablo, habría querido detenerme en cada una, pero sentía miedo. Miedo a no soportar tanta alegría, tanta tristeza, tanta mirada, tanta juventud, tanto desvalimiento.
¡La palabra! ¡Las silenciosas imágenes que dicen tanto y todo, “predestinadas del equívoco”. ¿Son ellas o es nuestra mirada la que jamás encontrará la univocidad, la que marca de equivocación el universo y desesperada por comunicar, solo transmite su propia impotencia?
Como milagro que conjura la duda, soñamos en que existen evidencias como la ternura, la amistad, la suave y grata belleza de ciertos momentos, de ciertas imágenes y de algunas palabras. Y aunque la fotografía confirme que el mundo no es más que ilusión, que los momentos que captó dejaron de ser el mismo instante en que fueron, estamos aquí, dispuestos a sentir, al paso de estas páginas, al conjuro de estos rostros, la penosa y agradecida incertidumbre de nuestras pobres -bellas- certezas humanas.
Cumbayá, junio 17 del 2007