La virgen entre pecadores

No hubo la menor intención sacrílega en la dueña de este barcito prostibulario de un barrio mal afamado de Medellín. Esta ciudad es conocida en el mundo por los carteles de la droga que allí operan, y por la violencia que a menudo llena sus calles de sangre. Pero Medellín es, también, una bella ciudad esparcida en un valle ubérrimo, que se divisa desde las cumbres que la rodean como un hermoso espejismo. Y es, también, famosa por la religiosidad de sus habitantes, un verdadero baluarte de la fe católica. La dueña de este bar de luces rojas y ritmos endiablados, que permanece abierto toda la noche, instaló en una de sus paredes a la Virgen en señal de devoción. Y, también, para que María, en su infinita bondad, preserve el local de bochinches, navajazos y tiroteos, y, a sus pupilas, de enfermedades contagiosas y del cansancio vital y la desesperación, que empuja a algunas mariposas nocturnas, un buen día, sin la menor explicación, a suicidarse.

Regentar un bar, discoteca, prostíbulo, o como quiera llamársele, no es fácil en ninguna parte. Pero, en Medellín es mucho más difícil que en otras ciudades del mundo, por la abundancia de armas blancas y de fuego que hay en plaza, y por la facilidad con que, cualquier lío entre paisas (así llaman a la gente del valle), degenera en pugilato o crimen. Pero la dueña ha tenido suerte hasta ahora, con este local. Los clientes, aunque beben y se alegran, y bailan y se emborrachan, y suben a los cuartitos del segundo piso con las chicas, por lo general se portan bien y no arman demasiados escándalos. Ha habido trompeaderas, por supuesto, y botellazos, y ojos amoratados, a veces, como en cualquier parte. Pero, hasta ahora, y eso que el bar lleva cinco años de existencia, ni un sólo cadáver ha ensangrentado el aserrín del suelo. ¿Quién, sino la Virgen bendita de esa pared parchada, podía haber hecho semejante milagro?