No dialogan las culturas, dialogan las personas

Inter-cultural, entre las culturas. Es una conversación entre dos iguales, que se miran y reconocen como seres humanos complejos, que descubren en el otro la profundidad de sus ansias, de sus miedos, de sus esperanzas.

No dialogan las culturas, dialogan las personas. 

No dialogan los indios con los mestizos, ni dialogan los negros con los blancos. Cuando reducimos la interculturalidad a las relaciones entre razas o nacionalidades, estamos tomando un camino que necesariamente lleva al enfrentamiento, a la cosificación del otro, al estereotipo.

Son los seres humanos quienes dialogan, los seres humanos los que encuentran en el otro a un interlocutor digno.

Recuerdo con emoción cuando leí por primera vez allá por el año 1983 a Martin Buber, el filósofo judío alemán que trató de explicar el proceso deshumanizador que condujo a la devastación de la II Guerra Mundial.  Buber sostiene que empobrecemos el mundo al ver en el otro una categoría: el plomero, el soldado, el pobre, el padre, el empleado, el jefe, el inmigrante, el enemigo, el artista. Lo empobrecemos porque no logramos mirar más allá de la función, de la categoría, al ser humano, con su deliciosa complejidad y su historia personal. Lo convertimos en una cosa, en un ello.

Buber sostiene que la única relación sana, verdaderamente humana, ocurre siempre entre un yo y un tú, es decir dos seres humanos que se reconocen, que se encuentran, que se miran de verdad, que se colocan en el lugar del otro, que se maravillan con la posibilidad del otro.

Buber dice: “Cada persona que nace en el mundo representa algo nuevo, algo que nunca antes existió, algo original y único… si hubiera existido antes una persona igual, no habría habido la necesidad de que esta nueva persona nazca”.

Esta convicción de que cada persona representa algo nuevo, único, original, es la que sostiene la necesidad imperiosa, vital, del diálogo. Es evidente, el yo no es suficiente porque no incluye las infinitas variedades del tú. El yo no basta, no alcanza. El hombre náufrago en una isla no construye una lengua, ni afectos, ni cultura. Necesitamos desesperadamente del tú.

Es en la relación con los demás, en esta relación central del yo y del tú, que nace la cultura. La cultura es la magia que ocurre cuando los seres humanos comparten, conforman una comunidad… Comparten la vida cotidiana, con sus dolores y sus pérdidas, con sus inesperados cambios… y en medio del gozo fundamental de los afectos.

La interculturalidad, en su acepción más profunda, es el diálogo entre un yo y un tú portadores de cultura, de vínculos. Recordemos siempre que no dialogan las culturas, dialogan las personas. 

Cuando vemos la interculturalidad como la relación entre seres humanos dignos y complejos es una vertiente riquísima de significados.

Quito ES su diversidad, posee una riquísima paleta de colores. No está dividida la ciudad entre blancos e indios y negros, esa es una simplificación que no ayuda a la discusión. Como vimos en el trabajo de la artista brasileña Angélica Dass que fue presentado en el Pabellón de Quito durante Hábitat III, somos blanquizcos ojiverdes y ojinegros, somos negros, somos marrones y cafe con leche y rosados, somos indios amazónicos y andinos. No hablamos de fronteras infranqueables sino de gamas. 

No quiero pecar de ingenuo. El racismo es el esqueleto dentro del clóset, el tema del que no nos atrevemos a hablar. Yo, como muchos de los que estamos aquí presentes, crecí escuchando comentarios racistas y pensando que mi piel más clara me otorgaba automáticamente ciertos derechos y privilegios. Mi abuelo, cuencano, un hombre intachable pero con ideas muy conservadoras, tenía una amplia gama de clasificaciones de acuerdo al estrato social: chaso, cholo, longo, indio, zambo, mulato, negro. Y el que pretendía  subir de escaño, era simplemente un arribista. Por supuesto, la sociedad se ha democratizado mucho, es menos elitista y más tolerante pero aún existe un racismo estructural. El color de la piel sigue siendo una suerte de condena, un sino del que no se puede escapar. Y el racismo aún marca las relaciones sociales y económicas, las relaciones de poder. 

Si tenemos un mínimo grado de honestidad intelectual podemos reconocer que la interculturalidad es un campo minado, y que debajo de su lustroso barniz de corrección política, están presentes las mismas taras de siempre: el racismo, el clasismo, la violencia de género, la intolerancia.

La interculturalidad es la encrucijada que define al Ecuador del Siglo XXI. Y hablo de encrucijada porque no existe ningún tema político o social que no esté atravesado de alguna manera por la cuestión de la identidad y de las relaciones entre los distintos. 

Los parámetros para entender la interculturalidad están cambiando rápidamente. De todos los derechos culturales expresados en la Declaración de Friburgo, y adoptados por nosotros mediante la resolución A015 del alcalde Mauricio Rodas, el más cargado filosóficamente es el derecho a la identidad cultural: “Las personas tienen derecho a construir y mantener su propia identidad cultural, a decidir sobre su pertenencia a una o varias comunidades culturales y a expresar dichas elecciones. Nadie puede ser obligado a identificarse o ser asimilado a una comunidad cultural contra su voluntad.”

La idea es sencilla y potente. Decidir a qué comunidad cultural pertenecemos es un derecho fundamental. Es decir, podemos declararnos indígenas o mestizos o miembros de una cultura urbana o ciudadanos del mundo. Podemos escoger libremente y esa decisión tiene que ser acogida con la inclusión activa, decidida, desde lo público.

Si la cultura es una elección, es también una celebración. Es lo que decidimos, en pleno uso de nuestra voluntad, considerar nuestro. Lo que escogemos valorar y celebrar.

Yo quiero celebrar en esta noche, junto a ustedes, la identidad múltiple de Quito, los rostros variados de nuestra quiteñidad, celebrar la diversidad que somos. 

En primer lugar celebrar el intelecto, la creatividad de quienes recibirán esta noche los más importantes premios culturales que otorga la ciudad. 

Quiero celebrar también el ito de Quito… la dulzura propia de los quiteños. El no sea malito, por favorcito, tiene un cafecito. Esa decisión que tomamos de tratarnos con suavidad a pesar de nuestras diferencias, la manera en que expresamos lo que somos.

Quiero celebrar las danzas que animan a nuestros capariches y diablumas, los cantos hipnóticos de nuestras fiestas populares. Quiero celebrar las comunas y las parroquias rurales con sus antiguas tradiciones. Quiero celebrar a los afros de Quito y el retumbar de sus tambores, el humor de sus coplas. Quiero celebrar este centro histórico vivo cuya reapropiación es una de nuestras principales políticas. Quiero celebrar a nuestros poetas y a los músicos que interpretan nuestra nostalgia… y también a los electrónicos y a los rockeros y a los hiphoperos y a los requintistas. Quiero celebrar la magia de nuestros artesanos y la entrañable delicia de nuestros sabores. Quiero celebrar a los cineastas y a los fotógrafos, y a los cronistas que narran nuestra cotidianidad. Quiero celebrar a los artistas contemporáneos que rompen los cánones y nos ofrecen nuevas perspectivas y a la gente de teatro y a los danzantes que nos regalan el mundo al revés, desde la posibilidad maravillosa del otro. 

Quiero celebrar la cultura de esta ciudad, el ingrediente que nos hace lo que somos, que nos permite dialogar entre nosotros desde lo humano.

Quiero celebrar la cultura como diálogo, como inter-relación, y como dice con frecuencia nuestro alcalde, quiero celebrar la cultura como la mayor expresión de libertad. Que en este día de la interculturalidad nos podamos mirar los unos a los otros desde la dulzura, la generosidad, desde el ito de Quito. Quiero celebrar, amigos, amigas, la poderosa capacidad transformadora del yo y del tú, de dos personas cuando se encuentran y se miran a los ojos y descubren en el otro algo nuevo, único, que jamás habían visto antes.