El corazón cuando duele

Mi padre me llevaba, cuando niño, a pescar en la serranía. El tenía unas botas largas de caucho y se metía hasta la cintura en los ríos correntosos. Caminábamos mucho y papá esperaba, paciente. Yo llevaba mi cámara y esperaba junto a él. Entonces, yo ya soñaba en explorar los Andes. Como adulto cumplí mi sueño y recorrí toda la Cordillera. Estas fotos fueron publicadas por la revista National Geographic en el año 2001.

Después de muchos viajes por los países andinos confirmé que somos un pueblo mestizo, que a pesar del profundo dolor de la conquista, a pesar de las injusticias y maltratos propios de nuestra sociedad, a pesar de nuestra historia violenta, tenemos los dos mundos –el blanco y el indio- incorporados en nuestra cultura, en nuestra vida, en nuestro ser. Y parte de la necesaria reconciliación es aceptarnos. Inspirado en esta necesidad de reconciliarme con la historia, y también en la necesidad de procesar el dolor personal, escribí este texto sobre los Andes que nunca fue publicado:

Las sombras de la noche

Todavía me pregunto dónde comienza el país de las sombras y dónde el de los vivos. Según entiendo, los límites se borraron hace mucho tiempo, en un cataclismo, un maremoto indecible al que algunos llamaron la conquista española: olas cargadas de cruces destinadas a clavarse en el corazón cobrizo de los ídolos.

El instante mismo de su muerte acaecida a varios kilómetros de distancia golpeó la ventana, “¿hermana, qué haces, por qué no has usado la puerta?”, preguntó mi abuela sorprendida, “sólo vine a despedirme”, respondió la sombra. Para mi abuela no había separación entre los dos mundos. Cuando yo crecía en mi casa de Quito, compartía el espacio con las almas en pena, las escuchaba subir la crujiente escalera de madera, calculaba sin aliento el corto camino que debían recorrer hasta mi puerta. En el mundo moderno no hay lugar para el misterio de la noche. Los espectros ahora no se molestan en interrumpir mi camino.

La atención que tradicionalmente se prestaba al más allá en el mundo andino era una manera de reconocer que los antepasados nunca se ausentan del todo. Su trabajo, sus sueños, sus amores y desprecios permanecen con nosotros penetrando la muralla silenciosa de la muerte, despertando nuestra atención al pasado, a nuestras raíces. Si no recordamos a nuestros ancestros, si no recordamos la historia cotidiana construida por personas sencillas, aquella que casi nunca se menciona en los libros, difícilmente podemos saber quiénes somos y hacia dónde debemos ir.

Cuando viajaba en los alrededores de Cusco recordaba a un antepasado, un aventurero que como yo había decidido recorrer la Cordillera en alguna misteriosa búsqueda. No se supo años de su paradero, si había perdido la vida en una emboscada o ganado el favor de una moza lozana. Una noche los perros empezaron a ladrar enloquecidos y la familia del extraviado supo que sólo su espectro regresaría.

El Cusco es el corazón del mundo andino, el eje preciso donde confluyen todas las coordenadas: capa sobre capa, herida sobre herida, mano sobre mano, nostalgia sobre nostalgia, piedra cristiana sobre piedra inca. En mi último viaje al Cusco me invadió una tristeza antigua, inexplicable. Allí comprendí que como pueblo tenemos que aceptarnos a nosotros mismos, mirar con dulzura y bondad nuestro mundo mestizo.

El corazón cuando duele

¿Te duele el corazón, papitico, te duele el corazón? ¡Qué bello es el corazón cuando duele! Es como un colibrí que se quiere escapar del pecho, que agita sus alas sin descanso. Esta plaza, la Plaza Mayor del Cusco, la llamamos Huacaypata, es decir   ‘encima del llanto’. Cuando el corazón duele, papitico, lo colocamos dulcemente encima del llanto, para que se humedezca, para que no lo agriete tanta sequía.

Esa es la razón por la que se llora, para darle al corazón la humedad que requiere, para que no se derrote y luego se convierta en un pedregal.

¿Me preguntas qué remedio se usa para el mal de corazón? Es facilito, bien facilito. Agarras las flores más chiquitas, esas piti flores, esas tiernitas cuyos petalitos no se han atrevido a asomar y las pones en agua fresca. La mañana siguiente te tomas el agüita. Las flores chiquitas tienen toda la energía, toda la esperanza, tienen el poder de despertar un brote aquí, un brote allá.

Pero papitico, no trates de arrancarte el corazón del pecho. Cuando a ti te duele la mano tú no la tratas de cortar con un cuchillo, cuando te duele la pierna no la dejas botada en el camino. ¿Por qué es que cuando te duele el corazón lo quieres sacar de tu pecho, arrancarlo de un solo golpe? A tu mano la cuidas, la acaricias, a tu pierna le pones ungüentos y le das descanso. ¿Por qué a tu corazón lo quieres arrancar de tu pecho? Tu corazón es más bello cuando llora, necesita agüita de piti flores, necesita ungüentos, necesita caricias y descanso. Pídele a tu corazón que llore, llévalo a la plaza de Huacaypata y déjalo que revolotee como un colibrí.

Cuando descubrí la desilusión, quise subir al monte y envenenarme, como lo hizo mi padre. Lo intenté, pero no pude. Es que me habló el viento.

¿Cómo habla el vendaval? Cerca de los precipicios aúlla, cerca de las vertientes, canta. El viento es a veces dulce y otras veces se encabrita. Hay que escucharlo, siempre nos dice dónde estamos, dónde esta la quebrada, dónde el manantial.

Así mismo es el agua. El agua también habla si la escuchamos.

Hablan el sol y las estrellas, hablan las plantas rastreras y las trepadoras, habla la tierra, pero, sobre todo, habla el viento.

¡Qué bella es la desilusión, papitico! Con el tiempo la herida se convierte en un caprichoso torbellino que reaviva la memoria.

¿Has visto una casa campesina con espejos? El campesino no necesita mirarse, no tiene imagen de sí mismo. Se confunde con la tierra y es implacable como el viento.

¿Me preguntas qué son los Andes? Te lo voy a decir. En quechua se le llama Antis o Antisuyo a la Cordillera oriental. Cuando uno se sube a estas cumbres se ve a la distancia unos montes mucho más altos, unos montes rodeados de selva, imposibles de escalar, terribles y misteriosos. Esos son los Antis, los Andis, los Andes. Allí en ese lugar lejano y misterioso van a parar nuestros ancestros, allí en ese lugar van a parar nuestras penas.

Mucho se parecen nuestros muertos y nuestras penas, por eso van al mismo lugar. Los muertos siempre dicen “me voy, pero volveré”, y eso siempre hacen las penas, se van pero siempre vuelven. Y cuando regresan les damos la bienvenida como a parientes extraviados, como a viejos amigos.

¡Qué bella es la tristeza, papitico, qué bello es el corazón cuando llora! Cuando llora es como un colibrí que se va hasta los Antis y conversa con los muertos, y conversa con las penas”.