La muerte de un danzante

Ha muerto un danzante, un célebre bailarín que, por muchos años, alegró y dio color a las fiestas del pueblo, con sus pasos ágiles y evoluciones misteriosas y el chis chas de las tijeras que hacía chocar –sacándoles chispas- sobre su cabeza. Un bailarín que, al compás de la música del arpa y del violín (una música que, según las leyendas, violinistas y arpistas van a aprender en las torrenteras de las quebradas, en el estruendo de las cascadas que de lo alto de la montaña rompen sobre los abismos, o en el rumor de los grandes ríos que de los Andes bajan hacia la selva amazónica) bailaba de una manera que a la gente del pueblo, además de emocionarla, la inquietaba. Porque, en sus danzas, parecía oficiar un rito, hablar, mediante sus movimientos, pasos y figuras, con los espíritus soterrados en las piedras, la tierra, las flores y los árboles, y con las remotas nubes o con los cóndores que merodean en torno a los picos de la cordillera. Más que un bailarín, cuando bailaba parecía un mago o un brujo. Por eso, a ese danzante, todos lo admiraban y respetaban, pero también le temían.

Hoy día lo van a enterrar. Para acompañarlo hasta el cementerio, las muchachas de la aldea han vestido sus mejores galas, y, a lo largo del recorrido de la iglesia a la tumba donde reposará, han rociado sus restos con pétalos de flores, le han cantado endechas. Y también llorado.

Ahora están ahí, a orillas de su sepultura, despidiéndolo. Con sus varias polleras multicolores, con sus blancos rebozos de castilla y sus diademas de espejos, pedrerías y doradas monedas, sus grandes escapularios, sus plumas, sus fajas y sus primorosos guantes bordados. El pesar de sus rostros, lo taciturno de sus miradas, y la irreprimible melancolía que flota por sus labios jóvenes, expresan una desgarradora verdad: con el viejo danzante algo del pasado y del alma del pueblo se han ido también, y, en el futuro, habrá menos magia y misterio en sus vidas. El orden tradicional que regulaba la vida se va extinguiendo, y, el nuevo, habrá que inventarlo. La complacencia y las divisiones y ambiciones dinásticas los precipitaron en guerras intestinas, que los conquistadores aprovecharon para someter al Tahuantinsuyo y destruirlo.

Las piedras de Sacsayhuamán son también testimonio de esa tragedia histórica, que convirtió en vasallos y siervos a quienes habían creado una de las civilizaciones más originales y avanzadas del mundo antiguo. Una tragedia que, aunque hayan pasado varios siglos desde que ocurrió, ha dejado heridas que siguen abiertas, supurando. Como estas hermosas y tristes murallas rotas y separadas de Sacsayhuamán