Una muchacha moderna

Estuve todo el día en la Universidad, siguiendo mis clases de Derecho, y luego en la biblioteca, estudiando y preparando los exámenes. Ahora voy a mi casa a darme una ducha de agua fría y a cambiarme, para ir a trabajar. Trabajo en una peña vecina a la Plaza de Armas, donde acuden muchos turistas. Canto con un grupo local, vestida de ñusta, en quechua y en español, huaynitos, pasillos, valses. No tengo muy buena voz, pero sí cierta gracia, y además he conservado mi empleo en la peña porque sé bastante inglés -lo aprendí en una academia y algún día espero aprender francés-, y puedo hacer las presentaciones de los números del show en inglés, para los extranjeros, la gran mayoría de los clientes. Además, los saco a bailar y les enseño el zapateo y las figuras del huaynito. No seré una gran artista –no me interesa serlo-, pero soy simpática, alegre, entusiasta, y por eso creo que tengo mi puesto asegurado en la peña hasta que se cumpla mi sueño: recibirme de abogado.

Abogado fue mi abuelo, lo fue también mi padre y, como soy hija única, me corresponde continuar con la tradición de la familia. No me pesa en absoluto, desde que tengo uso de razón sueño con estudiar leyes y tener mi propio bufete y defender a los que sufren atropellos, abusos, a los pobres y a los desvalidos a los que estafan, engañan y maltratan porque no conocen sus derechos y no saben cómo defenderse. Eso es lo que significa para mí un título de abogado: un arma para luchar pacíficamente porque reine la justicia.

Mi familia es cusqueña desde siempre y yo estoy orgullosa de haber nacido en una ciudad en la que cada piedra, cada pared, rezuma siglos de historia. Debajo de esa pobreza de tantos cusqueños que impresiona a los forasteros, el Cusco alienta una vocación justiciera que se ha manifestado muchas veces, en el curso de su larga historia: en sus caciques rebeldes, en sus tribunos y poetas republicanos, en sus luchadores sociales. Es una tradición que a mí me enorgullece tanto como la de esos templos y palacios incas e iglesias y casonas coloniales que traen hasta aquí esas muchedumbres de turistas.

Una de las injusticias que hay que corregir son los prejuicios que todavía imperan contra la emancipación de las mujeres. Es verdad que las cosas comienzan a cambiar, pero todavía hay padres, hermanos y maridos, que nos creen seres inferiores y que debemos ser protegidas y mandadas, como si no pudiésemos razonar y decidir por nosotros mismas lo que nos conviene. Ésa es la gran batalla que hay que ganar en lo inmediato: contra la discriminación de la mujer. En la Facultad de Derecho, donde hay más alumnas que alumnos, hemos formado un grupo para prestar asesoría a las cusqueñas que son atropelladas en su trabajo o en su hogar. Y ya hemos conseguido algunas victorias importantes. No hay nada que no se pueda conseguir con convicción, trabajo y voluntad.